Me refiero brevemente al decreto presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación la semana pasada. En él se establece la creación de la comisión presidencial que será responsable del análisis, planteamiento, coordinación y ejecución de la reforma en materia electoral anunciada por la presidente Claudia Sheinbaum.
En el cuerpo del documento se lee que dicha comisión estará formada integrada exclusivamente por miembros del poder Ejecutivo: una persona asignada por la presidente, la secretaria de Gobernación, la Agencia de Transformación Digital y Comunicaciones, la Consejería Jurídica, la Oficina de la Presidencia, la Coordinación de Asesores y la Coordinación General de Política y Gobierno.
Si bien el mismo decreto abre la posibilidad de “invitar” a otros actores, la comisión será hechura del gobierno y estará completamente bajo la administración y coordinación política del Ejecutivo Federal.
No tiene precedente en México. A lo largo de la historia de este país, las reformas electorales han surgido de la exigencia ciudadana y de los partidos de oposición de contar con reglas electorales que permitan la participación con equidad de cada una de las expresiones políticas.
Sheinbaum y el morenismo deberían recordar que fue motivado por el descontento de 2006 lo que condujo en lo sucesivo a las reformas electorales de los años siguientes. Entre los principales entusiastas se encontraban quienes hoy promueven su propio desmantelamiento.
La reforma que se ha se anunciado será, por lo tanto, el resultado de la voluntad del gobierno en turno de buscar establecer las reglas del juego que no sean incluyentes de otros participantes, sino que responda exclusivamente a servir los intereses de los que hoy ostentan el poder.
Pablo Gómez, quien será el coordinador de esta iniciativa, no ha hecho alusión, en sus múltiples entrevistas, a ninguna voluntad por parte del Ejecutivo de crear consensos o de hacer posible una discusión amplia.
Si bien no se han dado a conocer los detalles específicos de la reforma, se vaticina como un elemento más de una amplia estrategia morenista dirigida a destruir a la oposición partidista, y sobre todo, a terminar por desmantelar una democracia liberal que está viviendo sus últimos días.