Treinta y un años después del asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta, el caso que marcó a toda una generación mexicana vuelve a las portadas. La reciente detención de Jorge Antonio Sánchez Ortega, exagente del desaparecido CISEN, señalado como el presunto segundo tirador en el magnicidio ocurrido el 23 de marzo de 1994 en Lomas Taurinas, Tijuana, ha despertado más preguntas que certezas.

El anuncio hecho por la Fiscalía General de la República (FGR) parece un intento de corregir la historia o, al menos, de completarla. Sin embargo, en un país donde la justicia suele llegar tarde y los expedientes se confunden con los intereses políticos, esta detención reabre viejas heridas: las de un sistema que cambió de rostro, pero no necesariamente de fondo. La herida que nunca cerró Luis Donaldo Colosio no era un candidato cualquiera. Representaba la posibilidad de un cambio dentro del propio PRI, un discurso renovador en medio de una estructura anquilosada. Su célebre frase “Veo un México con hambre y con sed de justicia” fue, quizá, demasiado honesta para el sistema que lo vio crecer.

Aquel 23 de marzo, las balas que apagaron su vida también marcaron el principio del fin del PRI hegemónico. Desde entonces, México no ha dejado de preguntarse quién mandó matar a Colosio, ni de sospechar que Mario Aburto, el supuesto asesino solitario, fue solo una pieza en una maquinaria más compleja.

El regreso del “segundo tirador”

La captura de Jorge Antonio Sánchez Ortega reaviva una línea de investigación que había sido archivada por décadas. Según fuentes judiciales, en los análisis forenses de 1994 se identificaron discrepancias en la trayectoria de los disparos y en las pruebas balísticas, lo que sustentó la hipótesis de que hubo más de un agresor.

Sánchez Ortega —quien habría sido parte del dispositivo de seguridad federal presente en el evento— fue detenido tras el hallazgo de una prenda con rastros de sangre de Colosio y nuevos testimonios que apuntan a su participación directa.

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Pero el anuncio oficial no despeja la duda mayor: ¿por qué ahora? ¿qué intereses o motivaciones se esconden detrás de reactivar un caso tres décadas después?

En México, los crímenes políticos nunca mueren del todo. Resucitan cuando cambian los equilibrios de poder, cuando una nueva administración busca enviar un mensaje o cuando las instituciones necesitan recuperar credibilidad. El caso Colosio encarna esa dualidad. Por un lado, la deuda con la verdad y la memoria; por otro, la tentación de usar el pasado para moldear el presente.

Si la detención de Sánchez Ortega responde a un genuino deseo de justicia, el país tiene la oportunidad de reconciliarse con una de sus heridas históricas. Pero si se trata de un movimiento mediático o político, corremos el riesgo de convertir el magnicidio en una tragicomedia institucional más. A más de tres décadas del crimen, el sistema mexicano aún carga con su déficit de confianza.

El asesinato de Colosio no solo acabó con un candidato: desnudó la fragilidad del poder, la opacidad de las instituciones y la facilidad con la que la verdad puede moldearse desde arriba.

Hoy, cuando México se enfrenta a nuevos desafíos de violencia, polarización y crisis de credibilidad, mirar hacia 1994 no es un ejercicio de nostalgia, sino un espejo incómodo. El país que Colosio soñó —ese México con hambre y sed de justicia— sigue esperando respuestas.