Platicaba con un amigo, abogado de prestigio, hombre culto. En la conversación recordamos una novela de ideas, en mi opinión importantísima, Hijos de nuestro barrio, del egipcio Naguib Mahfuz —su título en árabe es Awlād Ḥāratinā, أولاد حارتنا; se publicó como serie en un periódico, Al-Ahram, en 1959—. Como otras obras literarias de calidad sufrió censura porque se le consideró blasfema.

Decíamos que en esa obra Mahfuz no discutía las distintas ideas acerca de cómo ejercer el poder, sino que las atacaba a todas para quedarse con la última, la razón —aun la ciencia—, en realidad el antipoder.

Todas las formas de poder, excepto la razón, son brutales: (i) el poder bondadoso basado en la tesis de que se debe vivir de acuerdo a las reglas de la religión, (ii) el poder que se sostiene mediante la violencia y (iii) aun el poder ejercido mediante el carisma que hechiza a la sociedad.

El poder de la razón, o el de la ciencia como guía para el gobierno, es en realidad antipoder porque aspira al autogobierno de las personas. Pero este, tristemente, en algunas sociedades es un poder rechazado por la mayoría de la gente porque, a diferencia de los otros poderes, no castiga a quien no se deja seducir por el magnetismo del gran líder, tampoco sanciona a quien no acepta someterse ante la violencia de quien manda ni se arrodilla ante la exigencia de cumplir las leyes de cualquier dios.

El problema de intentar gobernar solo con la razón objetiva radica en que esta desilusiona a las sociedades que esperan siempre la llegada de un redentor: no promete nada excepto ajustar paso a paso la realidad para que sea cada día menos difícil de soportar.

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Busqué Hijos de nuestro barrio en librerías y en Amazon para regalarlo al jurista con el que charlaba. Está agotado. El gigante del comercio electrónico me ofreció un ejemplar nuevo que llegaría el 20 de enero, o uno usado que tendría en mi casa en pocos días.

Ayer tuve en mis manos el viejo libro de Mahfuz —de Ediciones Martínez Roca, impreso en 2006; en aceptables condiciones para la lectura—. Lo dejé en mi coche para entregarlo mañana jueves a mi amigo, pero lo abrí ayer en alguna página al azar y leí que un personaje se negaba a “convertirse en rufián o en cacique”, supongo que para mantener su integridad en el contexto de gran corrupción del barrio.

Es un barrio que cuando no es dominado por matones, es gobernado por gente tan buena que exige estricto cumplimiento de la ética. En cualquier caso, quienes mandan son parásitos que si no son obedecidos, castigan, con golpes o con la furia de la divinidad.

Hablo de memoria. Recuerdo haber leído Hijos de nuestro barrio en 1990 o 1991, cuando conocí a Luis Donaldo Colosio, a quien esta obra de Mahfuz le servía para sus propias reflexiones acerca de la naturaleza del poder que él buscaba y que no encontró porque lo impidieron matones de aquel barrio, que era México durante el sexenio salinista.

El libro cuenta la historia de un barrio, como muchos barrios en todo el mundo, sobre todo en Latinoamérica, en el que el poder se alternaba entre matones que imponían sus convicciones con violencia y los hombres buenos que mandaban espantando con lo que podía ocurrir si no se respetaban los ideales divinos de pureza y justicia.

Todos los que tenían poder en el barrio, por la fuerza o por la bondad, terminaban siendo lo mismo: rufianes parasitarios que gobernaban gracias al miedo, el de sufrir las consecuencias de la violencia o el de ser castigado por no obedecer lo que es considerado ético.

Desde luego, el barrio es una metáfora de sociedades en las que la gente, para vivir más o menos en paz, se ha acostumbrado a una de dos: (i) pagar lo que exigen los bandidos que extorsionan, o (ii) humillarse si el poder se presenta con rostro tan angelical que debe ser aceptado acríticamente o sufrir las consecuencias.

El barrio solo conocía una ley verdadera: la de obedecer a un poder sustentado en el miedo al castigo inmediato por la violencia de quien mandaba, o a castigos divinos si no se aceptaba la bondad del redentor que de vez en vez aparecía.

La disyuntiva moral planteada por Mahfuz es la de aceptar el orden del barrio y convertirse en parte del sistema, o despreciarlo y vivir sin protección.

El problema, de fondo, es encontrar respuesta a la pregunta de qué está dispuesto a hacer quien manda para conservar el poder. Es decir, ¿para gobernar con eficacia resulta inevitable convertirse en rufián o cacique —político o religioso, el cacicazgo es necesariamente opresor—?

El caso más lamentable es el de la persona que lidera democráticamente, pero queda atrapada por los caciques y rufianes —sindicatos, partidos, cúpulas empresariales— que le ayudaron a llegar al gobierno.

¿Hay liderazgos democráticos capaces de domar rufianes y caciques? Existen, desde luego. Pero deben ser, precisamente, liderazgos democráticos. Confío en que esa es la misión que se ha dado a sí misma la presidenta Claudia Sheinbaum, quien llegó al poder después de un gran líder, AMLO, que ganó las elecciones democráticamente, pero que gobernó convencido de que todo lo que decía o hacía era esencialmente ético y, por lo tanto, no podía ni debía refutarse.

Era necesario el liderazgo moral de AMLO para cambiar al sistema, pero ya no es aceptable pensar que todo lo que pase en la 4T, por definición, es correcto. Andrés Manuel pensaba que cualquier bandido del viejo régimen prianista se purificaba solo por renunciar a su pasado para apoyar a la izquierda. Racionalmente no era una posición defendible, pero a López Obrador le sirvió para lograr la transformación que buscó durante tantos años.

Sheinbaum ya no puede actuar así. Ella debe ser anticacique y renunciar a la fábula de que todo lo que se hace en la 4T es correcto porque el fin justifica los medios.

Pero, claro está, la presidenta deberá tener cuidado al renunciar a ser cacique. Evitar, por ejemplo, ciertas conductas, modélicas en el caso del chileno Salvador Allende, pero que analizadas adecuadamente resultaron ingenuidades.

El reto, en México, es combatir la corrupción alejando a los operadores corruptos que tanto apoyaron, en las victorias, a Morena. Por riesgoso que sea intentar marginarlos, ya no se les debe tolerar.

En Hijos de nuestro barrio, Naguib Mahfuz plantea el dilema de cómo ejercer el poder en sociedades tan desiguales como la nuestra. Poder que se ejerce mediante rufianes violentos o redentores que exigen sumisión a lo que consideran principios éticos universales, los suyos.

La apuesta de Claudia Sheinbaum debe ser, creo que lo es, gobernar sin cacicazgo personal. Está obligada a construir instituciones que funcionen independientemente de quien ejerza el poder.

AMLO fue el sacerdote que obligó a México a confesar sus pecados. Fue útil hacerlo, pero si se insiste en exhibir nuestras miserias terminaremos no solo avergonzados, sino debilitados. Claudia debe ser la científica que destruya el confesionario.

La salida, para la presidenta de izquierda, la proporciona un pensador neoliberal, Karl Popper, quien exigía modificar el poder moral o caciquil, para convertirlo en institucional.

La 4T está creando nuevas instituciones. Para que verdaderamente funcionen, no debe haber ya redentores en la cúpula del poder.

La pregunta clave no es si la 4T es buena, sino si sus instituciones son las que México necesita. Sheinbaum tendrá que demostrarlo.

Mahfuz, en la parte final de la novela, imagina el autogobierno por conocimiento. Esto significa crear instituciones tan sólidas que funcionen aun con gente mediocre en el mando. Tan sencillo como respetar las reglas nuevas si se diseñan para resistir los errores humanos.

Gobernar debe ser, después de concluida la etapa de transformación, algo mucho más modesto que la hazaña de la izquierda que derrotó a enormes poderes fácticos: gobernar bien significa operar un sistema creado para corregir fallas sin destruirnos cuando no estemos de acuerdo en lo que cada quien considere sean las ideas fundamentales.