El 13 de noviembre de 2015 tuvieron lugar los lamentables sucesos en el teatro conocido como el Bataclan, en París, Francia. Como es sabido, dos sujetos, de nacionalidad belga pero de origen marroquí, y más tarde reivindicados por el Estado islámico, asesinaron cobardemente a 90 personas en ese recinto, a la vez que se produjeron atentados en las afueras del estadio de fútbol Saint-Denis, también en la capital francesa. El suceso sacudió a Francia y a la prensa internacional. Estos acontecimientos se sumaron a otros acaecidos en ciudades como Madrid y Londres años atrás.
La tragedia tuvo profundas implicaciones políticas, en materia de seguridad y de valores. Como se recordará, ante la incompetencia del Estado francés de combatir eficazmente a los individuos catalogados como ficha S –o fichier S– a saber, aquellos identificados como amenaza a la seguridad nacional, se hicieron sonar voces de repudio por parte de una sociedad lastimada y dominada por el miedo.
El evento fue uno de los motivos por los que François Hollande, a la sazón presidente de Francia en funciones, renunció a sus pretensiones de buscar un segundo mandato presidencial. Acto seguido, por primera vez desde los años noventa, la extrema derecha, dirigida por Marine Le Pen, alcanzó la segunda vuelta en las elecciones de 2017.
Estos atentados alertaron una vez más al mundo sobre el peligro del fundamentalismo islámico: una corriente política e ideológica abrazada por una buena parte de los musulmanes que promueve la implantación de la ley islámica –sharía- en las sociedades occidentales; conocida por su profundo desdén hacia las mujeres y sus derechos, los grupos minoritarios, la democracia, la laicidad, el imperio de la ley, el Estado de derecho y toda forma de libertad individual que ha caracterizado a Occidente en los últimos siglos.
Los Estados europeos, a pesar de las amenazas que se ciernen sobre su población, su territorio y su forma de vida, han sido incapaces de ofrecer condiciones de seguridad. Por el contrario, organizaciones islamistas como los Hermanos Musulmanes han penetrado profundamente en todas las capas de la sociedad.
En días recientes se ha señalado al alcalde electo de Nueva York, Zohran Mandani, de tener vínculos con células de los Hermanos Musulmanes, y de haber recibido financiamiento ilegal por parte de organizaciones terroristas. Todo se ha quedado, por el momento, en el terreno de los señalamientos.
Por otro lado, la expansión del fundamentalismo ha provocado el ascenso de los partidos denominados de extrema derecha, dirigidos por personajes como Nigel Farage en el Reino Unido, Giorgia Meloni en Italia, Santiago Abascal en España, la propia Le Pen en Francia y otros políticos que han alzado la voz para exigir la defensa de las fronteras nacionales frente a la infiltración de células islamistas potencialmente amenazantes para la seguridad del continente.
A diez años del Bataclan, las condiciones de seguridad en Europa no han sido fortalecidas. Por el contrario, los partidos de izquierdas y de derechas se han enzarzado en un espiral de reclamos, discursos y negociaciones políticas sin curso que han culminado en el Estado de desprotección que se percibe hoy. Sucesos como el del 13 de noviembre de 2015 no deben repetirse.



