Este 2025 no fue el año del colapso. Fue algo peor: el año en el que aprendimos a aguantar. Nada se rompió de golpe. Nada mejoró de verdad. El poder siguió hablando. La gente empezó a desconectarse. No por apatía, sino por hartazgo. Cuando gobernar se vuelve un acto de repetición, la democracia deja de sentirse propia. Véase si no.

Primero. Durante todo el año el discurso ocupó el centro de la vida pública. Conferencias, cifras, gráficas, promesas recicladas. El mensaje fue siempre el mismo: todo está bajo control. La vida diaria contó otra historia. La economía “resistió”. Pero el dinero no alcanzó. La inflación “cedió”. Pero el súper siguió caro. La estabilidad se celebró en el papel. En la casa, no se sintió. La desigualdad no explotó. Se volvió paisaje. Trabajar más dejó de significar avanzar. Esforzarse ya no prometió futuro, solo cansancio. En seguridad pasó lo mismo: Los números mejoraron. El miedo no. La gente ajustó su vida cotidiana. Salió menos, regresó antes, evitó calles, cambió rutinas; aprendió a cuidarse sola. Cuando la experiencia contradice al discurso, el discurso deja de importar. Y cuando deja de importar, el poder pierde contacto con la realidad.

Segundo. Gobernar dejó de tener como propósito resolver problemas. Se convirtió en sostener una versión. Repetirla, blindarla. Defenderla incluso cuando la realidad la desmentía. La palabra sustituyó al hecho. El relato ocupó el lugar del resultado. La tecnología aceleró ese vacío. No lo creó, pero lo amplificó. En 2025 la inteligencia artificial dejó de ser novedad. Se volvió intermediaria cotidiana de lo que vemos y creemos. Decide qué aparece. Qué se hunde. Qué nunca llega. No vota, no responde, pero manda. La conversación pública dejó de ser pública. Pasó por filtros invisibles. Por algoritmos que premian el enojo y castigan la duda. La indignación se volvió rentable. Pensar, incómodo. Matizar, sospechoso. Las redes no ampliaron voces. Encerraron a cada quien en su burbuja. Ahí donde todos piensan igual y nadie escucha. La verdad no fue censurada. Fue ahogada con leyes que permiten una censura indirecta en algunos estados. La verdad, en suma, quedó sepultada bajo ruido, resúmenes sin contexto y con versiones a la carta. Las versiones se ajustan a la medida de cada convicción. La democracia mexicana siguió en pie. Pero cansada, distante; cada vez menos sentida.

Tercero. La política se volvió ajena. Incomprensible, lejana de la vida real. La gente dejó de sentirse parte. Empezó a sentirse espectadora. El periodismo resistió. El periodismo siguió adelante, no se detuvo. Pero fue afectado. Con menos recursos. Más riesgos, más ataques, más precariedad. Mientras tanto, otros contaron la realidad sin responsabilidad. Sin fuentes. Sin consecuencias. Informar tomó tiempo. El proceso de informar también necesitó rigor. Desinformar, apenas clics. Decir la verdad dejó de garantizar impacto. La libertad de expresión no se prohibió. Se desgastó. Se diluyó entre silencios, cansancio y relevancia algorítmica selectiva. Cuando la gente deja de sentirse escuchada, deja de participar. Y cuando deja de participar, la democracia se vacía por dentro.

Ese fue el saldo real de 2025. No el fracaso, la costumbre. El país no colapsa cuando el país protesta. Colapsa cuando se acostumbra. Y en 2025, México ya comenzó a acostumbrarse. Debe haber caminos de regreso para dar respiro al pensamiento crítico. Al menos en sus rasgos esenciales.

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Ernesto Villanueva en X: @evillanuevamx

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