A tres días de que los ciudadanos logramos reunir 2 millones 700 mil firmas con el fin de solicitar una consulta para enjuiciar a los últimos expresidentes mexicanos, un grupo de “notables”, figuras ampliamente conocidas en la arena de los medios de comunicación y los escenarios del arte, la cultura y la academia, publican un desplegado con 650 firmas titulado “En defensa de la libertad de expresión”.

Hay que aclarar que para abultar la nómina de los abajofirmantes, los “notables” hubieron de recurrir a amigos, colegas, alumnos, parientes, subordinados y cómplices. Basta dedicar un rato a revisar el listado para comprobar que las figuras de relumbrón conviven en el documento con otras cuya “libertad de expresión” no hemos visto ejercer nunca en los terreno público, por lo que se concluye que firmaron por presiones o solidaridad con sus líderes, maestros, jefes, madres, padres, tíos o padrinos. (De pronto se viene a la mente la imagen del señor que lleva a su empleado a una marcha para que le sostenga una pancarta).

La secuencia de las sendas acciones de recopilación de firmas no puede ser más simbólica. De un lado, millones; del otro, seiscientas cincuenta. En la primera se expresa la indignación por actos de corrupción que hundieron a millones de ciudadanos en la inseguridad, la violencia y la pobreza; en la otra, el reclamo por un supuesto asedio a la libertad de expresión de unos cuantos, que se ostentan como sus representantes. Y es que el documento inicia con la siguiente frase: “La libertad de expresión está bajo asedio en México”. Aun suponiendo que a ellos en efecto se les estuviera coartando ese derecho, se adjudican la licencia de hablar a nombre de todos los ciudadanos. Su soberbia es tan grande que les impidió advertir ese grave equívoco inicial.

Con justa razón se dirá que el compendio masivo de firmas es independiente de otras acciones simultáneas o subsecuentes, a las que no hay que quitarles validez, pero en este primer caso se trata de un ejercicio colectivo legítimo que defiende causas socialmente justas y recrimina acciones probadamente ilegales, mientras que la recolección de firmas de los notables y sus secuaces alega algo que se anula a sí mismo por el solo hecho de haber sido publicado.

En efecto, la publicación y difusión inmediata del desplegado, su penetración masiva ipso facto en los medios, prensa, radio, televisión, redes sociales el día de ayer, es la mejor prueba de que la libertad de expresión, en particular la de los abajofirmantes, está más vigente y menos vulnerada que nunca. Y ya que se consideran voceros de todos los ciudadanos, podemos utilizar sus mismos parámetros y afirmar que la libertad de expresión brilla intocada en México, por lo menos en lo que concierne al gobierno federal, a quien acusan específicamente a través de la figura del presidente López Obrador.

La mejor prueba de que lo que alegan es una falacia son ellos y sus dichos, pero su envanecimiento no les permite darse cuenta de esa pifia. Su libertad de expresión está tan intacta como sus palabras plasmadas en el documento de marras, como sus voces en la radio, como sus intervenciones en la televisión, como sus textos en los periódicos y revistas, como sus disquisiciones en sus documentos, como sus críticas en sus ensayos y textos periodísticos o literarios.

Y seguirán, refrendando ellos mismos que demandan algo que en realidad poseen y ejercen a diario.

Confunden libertad de expresión con el monopolio de ese derecho y con la exigencia de que lo que dicen no sea contradicho por nadie. No se dan cuenta de que la réplica es un ejercicio tan propio de la libertad de expresión como el mensaje inicial que se replica.

Estas distorsiones no pueden explicarse sino como resultado de un ofuscamiento que ha nublado la razón e inteligencia de los líderes del desplegado. Su descontento tiene que ver con que algo ha cambiado, sí, y es que los famosos de la lista eran, como es ampliamente sabido, los consentidos de los gobiernos y por lo tanto de los medios de comunicación alineados a esas administraciones y de los distintos organismos con poder público. La prueba está en que los conocimos precisamente en los foros de televisión, en las radiodifusoras, en las ferias del libro, en los congresos.

Algunos son exfuncionarios de cultura que sumaron a la lista a amigos a quienes beneficiaron lo que duró su desempeño; otros, artistas y escritores mimados, los eternos becarios del sistema. A otros más los veíamos haciendo intenso turismo académico nacional e internacional sin que ese privilegio se sustentara en una obra o una aportación notable, o presumiendo sus revistas que se hicieron famosas porque las dependencias gubernamentales les compraban un buen porcentaje del tiraje.

Y varios de los abajofirmantes son también los que publicaron un desplegado defendiendo a rajatabla el triunfo de Felipe Calderón en 2006.

Pero a los niños les quitaron la paleta porque, aunque ellos la hayan tenido en custodia y hayan succionado de ella por mucho tiempo, sin interrupciones, no era de ellos, no les pertenecía legítimamente, y entonces se pusieron a llorar y a patalear, berrinchudos.

Varios de ellos, escritores, poetas, científicos, académicos, son personas talentosas a las que, sin embargo, no les basta su talento para ejercer su oficio, son incapaces de desarrollarlo y gozarlo sin la venia y la ayuda de un funcionario, sin el trampolín para aparecer en los medios, sin la recomendación para ser parte del Colegio Nacional, sin la “palanca” para ocupar un puesto en la cultura, la universidad o la academia.

La libertad de expresión estaba bajo asedio cuando el gobierno compraba a los medios, cuando los periodistas, intelectuales, académicos, directores de revistas, acallaban voluntariamente su propia libertad de expresión a cambio de prebendas, puestos, posiciones o beneficios económicos; cuando quienes se supone debían ser las voces aglutinadoras del sentir de la gente, las idóneas para tomarle el pulso a la sociedad, sólo veían por ellos mismos y sus intereses, dándole la espalda a la cruda y triste realidad nacional.

Varios de los abajofirmantes se han dedicado los últimos años a mentir, engañar, denigrar, calumniar, difamar, injuriar, lastimar al presidente, a su familia y a muchos de los que no pensamos como ellos. Y pretendían, como se ha repetido aquí, ser los únicos dueños de la palabra, que nadie les contestara, que nadie se atreviera a rebatirles, menos los directamente agraviados. Así el tamaño de su engreimiento.

Están moralmente derrotados. Sólo queda su último estertor grupal diseminado en las grafías de un desplegado cuya difusión, o por lo menos un porcentaje ínfimo de ella, ya quisieran los millones de pensadores y creadores de este país a los que jamás se les ha dado voz y a quienes ellos han ignorado y despreciado desde sus bien pulidas torres de marfil, en las que poca presencia han tenido todos estos años las carencias, las tribulaciones y la preocupación del día a día de millones de personas.

Sus palabras pululan en el desplegado como lucecitas de discoteca de los setenta a punto de cerrar, como testimonio de una noche que termina para dar lugar a un nuevo y vigoroso día en el que por fin la cultura comenzará a ser recuperada por sus auténticos representantes y de una manera inusitadamente horizontal, no desde la verticalidad de quienes se sienten superiores al resto de los mortales.