No tengo duda, al margen de debates y encuestas, José Antonio Meade es la mejor oferta de los partidos políticos al electorado, incluidos los candidatos independientes.

A la vista es el hombre a quien confiarías las llaves de tu casa y el manejo de tu cuenta bancaria porque sabes que no te robará; le darías la espalda con la seguridad de que no te asestará una puñalada para ocupar tu lugar ni a traición te propinará un pelotazo en la nuca poseído por la rabia de perder un encuentro deportivo; tampoco te mentirá con el cinismo al que la política nos ha acostumbrado.

En suma, es el hermano, el cuñado, el yerno, el amigo ideal, etcétera, que todos quisiéramos tener, pero ahora se trata de que él quiera ser presidente de México y que, como la mujer del César, demuestre que se muere por serlo.

No exagero, pero con algunos de los cercanos al candidato priísta con quienes puedo platicar hay reconocimiento del tiempo que miserablemente han hecho perder al candidato los desencuentros entre los más conspicuos de sus colaboradores, la inexperiencia de muchos de ellos y el desinterés de algunos de aquello a quienes les fue encomendado el territorio electoral.

Exagero menos si afirmo que en la cúpula partidista y gubernamental hay quienes en privado no esconden su preocupación (esa es la palabra) por el desenlace que pudiera tener el proceso electoral, dado que nadie ha encontrado la fórmula de revertir la percepción, aguzada por las encuestas después del debate en el sentido de que José Antonio permanece en el tercer lugar de los aspirantes, pero más alejado del primero y, más grave aún, a mayor distancia del segundo al que parecía haber alcanzado.

La pregunta recurrente es ¿qué hacer?

Nadie parece tener la fórmula para revertir la percepción de derrota anticipada; peor aún, empieza a tomar fuerza la presunta solución, impulsada posiblemente por la ingeniosa mente de Jorge Castañeda, en el sentido de que, para paliar las consecuencias del posible fracaso, el priísmo y la clase gobernante debe pensar con seriedad en pactar el voto útil en favor del panista Ricardo Anaya.

Estoy consciente de que tal especulación debe sonar a insulto en los oídos de Meade y que me dirán que peco de tremendista o que estoy fuera de la realidad y vivo en el pasado, pero sólo repito lo escuchado en algunos salones a los que es posible ingresar.

No obstante, hay consenso, no unánime, pero consenso al fin, de que aún hay tiempo para revertir la situación y buscar un triunfo que parece imposible y no regodearse con un segundo lugar ignominioso, si se toma en cuenta que la batalla se perdería a pesar de tener la ventaja de representar al partido en el poder que, en la cúspide, es conducido por un experto electoral.

No se me ocurre qué podría hacer José Antonio para que en los 67 días restantes para las elecciones alcance y supere a Andrés Manuel López Obrador y a Ricardo Anaya.

Ya no hay tiempo para cambiar de estrategas (ni de aceptarles la renuncia si se la ofrecen de nueva cuenta), pero quizá lo único aconsejable es no dejar de acudir a escuchar misa ni de abstenerse de la caminata familiar, pero también sumergirse en alguno de los mercados más cercanos a su hogar, convivir con los puesteros, bodegueros, con quienes ayudan a las señoras (y a los señores) a cargar el mandado, los que sirven o comen tostadas de pata, con los franeleros dueños de las calles, los choferes de los microbuses o sus usuarios, y los escuche, aprenda su lenguaje, y llegue encabronado a sus múltiples cuartos de guerra para imponerse a la miríada de asesores que lo atosigan y lo confunden con tanto consejo.

Algo debe hacer por el país y, en el plan egoísta al que también tiene derecho, con él mismo.

Lo han hecho presumir hasta el cansancio sus lauros académicos (dos carreras, con todo y doctorado, y las cinco secretarías que ocupó en dos administraciones sexenales con el PAN y el PRI), que sería una lamentable desgracia coronar una carrera tan espectacular con la derrota histórica que traería, por añadidura, la casi desaparición del PRI porque no hay en el horizonte otro Enrique Peña Nieto con quien pueda recuperar el poder en un futuro más o menos mediato.

Meade necesita convencerse a sí mismo de que aún dispone de tiempo para mostrarse al electorado como lo que es, honesto, preparado académicamente y con una extraordinaria carrera burocrática, características que no posee ninguno de sus competidores, pero también como lo quiere el pueblo.

Y para conseguirlo sólo necesita dejarse conducir por su instinto.

La verdad es que sería una pena perder ante competidores que pueden ser mediáticos y consumados comediantes, pero no servirían para cargar el portafolios a Peña Nieto, Felipe Calderón, Vicente Fox, Ernesto Zedillo, Carlos Salinas, etcétera, pero a los que a kilómetros se les notan las ganas de cubrirse el pecho con la banda tricolor.

¿Qué le dice su instinto? Él sabrá.

Dejó escapar a su verdadero yo un instante en reciente reunión con empresarios; alguien le preguntó qué hará con los priístas corruptos y contestó que nada porque todos se fueron a Morena. Arrancó aplausos y carcajadas porque no traía puesta la camisa de fuerza con que su gente lo ha conducido por el peor de los caminos.

A ese Meade lo esperábamos en el debate, pero la veintena de estrategas que lo prepararon sometieron a un brillante polemista a la pena de tener que mirar reiteradamente al atril para no apartarse del guión, pues le advirtieron del supuesto peligro de conducirse con espontaneidad.

El resultado fue que en el posdebate y en la encuesta globalizadora de las registradas ante el INE, lo han sepultado en el tercer lugar con la consecuencia, lógica, del sonar de las alarmas en donde apostaron todo por él.

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(Artículo publicado originalmente en Impacto. Se reproduce en SDP Noticias con autorización de su autor)