Si hay algo que caracteriza a la modernidad, es sin duda alguna su libertaria irreverencia frente a lo sagrado y su constante emancipación del mito. Se trata de un proceso que inicia con Copérnico, pasa por Darwin y transita por el uso constante del conocimiento científico y la tecnología.

En la realidad cotidiana de quienes vivimos en eso que tan pomposamente llamamos cultura occidental (aun cuando seamos japoneses, chinos, coreanos, indos o mexicanos “guadalupanos”), lo sacramental se diluye frente al acelerado movimiento de una vida humana que sabe claramente que la luna no es de queso y que los niños no son traídos por la cigüeña.

Sin preguntarse por la divinidad al encender su ordenador, el Papa y la clerecía ingresan a internet, viajan en avión, usan el teléfono móvil, se transportan en vehículos de combustión interna, toman su pastilla para la presión arterial o la diabetes, ven la televisión y escuchan la radio, consultan la hora en un reloj, utilizan lentes para leer, ponen la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano y  tienen claro que la tierra no es plana y que es posible lanzar satélites desde Cabo Cañaveral, la Guyana francesa o Kazajistán al espacio exterior.

Gracias a este mundo moderno que llego para quedarse, como consecuencia de la ilustración, la Ley no es más que un conjunto de reglas que los humanos crean desde la política y nadie tiene que esperar a que Moisés suba al Monte Sinaí, a traernos la tablas de la ley que el magnánimo dios nos manda para que hagamos su reverenda voluntad.  Y aunque algunos se hagan tontos y listos según sea el caso, sabemos con toda claridad que lo religioso, lo sacramental y lo mítico han sido expulsados para siempre de la Polis, para quedarse en los templos y nada más. Especialmente en México gracias a Juárez.

Por eso cuando se discuten las instituciones creadas por el Estado como el matrimonio civil, que fueron concebidas como un acuerdo simple de voluntades, es decir como un vil contrato, y no como un mandato divino, sale sobrando cualquier juicio de valor que apele a una razón superior no mundana.

Quienes en el mundo se oponen a la socialización civil de los otros que no son como ellos, en el matrimonio y la adopción, y que así mismos se califican como normales (porque los otros son invertidos degenerados y enfermos) deberían por lo menos ser honestos con sus convicciones e ideas y llevarlas a su expresión absoluta y autoritaria. Ni doble moral ni doble política.

Si el matrimonio ha de ser un sacramento que se determina sobre un hombre y una mujer y cuyo objeto es la reproducción de la especie (creced y reproducíos) pues demándese la eliminación del matrimonio civil instituido por las leyes del Estado y se acabó el asunto. Desterremos la absurda y hereje secularización de las instituciones públicas y ajustémonos a la dictadura del supremo cuya voluntad no se discute ni se objeta.

Y a los otros, los anormales que no cumplen con la regla natura de la heterosexualidad, esos que se niegan a coger como dios manda, no sin antes calificar de pecado original lo que manda, ¡exclúyaseles de todo! no solo de la sacro santa institución matrimonial, sino de absolutamente todo lo demás: de la educación, la salud, el comercio, la cultura y el arte, la ciencia, la tecnología, el transporte público, la prensa, la televisión, la radio, el deporte y por supuesto la familia, porque si no se es digno para vivir en pareja y educar hijos por marica o lencha, tampoco se es digno para todo lo demás.

La neta como dicen los jóvenes: la hipocresía manda sobre el discurso y el discurso miente desde el púlpito y las buenas costumbres. Bajo el derecho inalienable a la libertad de expresión, que nadie le niega a los conservadores defensores de la sagrada familia, se expresa la voluntad de coartar la libertad al uso del cuerpo y la libertad de expresión de decir que se es y cómo se quiere ser, sólo porque no se resignan a la pérdida de la hegemonía ante la secularización de la vida social.

Lo demás, es pura retórica.