En la más reciente edición de Los demasiados libros (2010), Gabriel Zaid explica que los libros se multiplican en proporción geométrica y los lectores en proporción aritmética. O sea, hay más libros que lectores. Sufrimos una especie de grafomanía masiva, que en buen español quiere decir la manía de publicar volúmenes, uno detrás del otro, o simultáneamente. Sólo una pequeña parte de ese universo se reedita y aún menos se traduce. Las redes sociales amenazan con desaparecer el libro impreso. El futuro llegará con libros sobre pedido (diez o doce ejemplares según sus lectores), con la venta de bestsellers digitales, escritos al desgaire por influencers o youtuberos, leídos mayoritariamente en sitios pirata y con la extinción de editores, correctores y otros especímenes que a estas alturas resultan anacrónicos.

Sin embargo, Zaid se olvida de incluir en su apocalipsis a las revistas literarias, políticas y de modas. Al menos en su versión impresa, las revistas también sufren un déficit de lectores. Y no se trata de una oleada que venga y se vaya pronto. El lector ha dejado su trono al usuario. Las revisterías, los quioscos, los estanquillos, desaparecen de la faz urbana y se convierten en lugares de culto, templos de hojas empolvadas a donde asisten acólitos en busca de comics, historietas o novelas gráficas de los setenta u ochenta. Revistas como Proceso tienen que subir sus reportajes o artículos a las redes sociales, gratuitamente, porque de otra manera, sus lectores asiduos se las saltarán a la torera, o las leerán a pedacitos, pepenando sus textos en Facebook o Twitter, si bien les va. ¿Cómo vender sus contenidos en esta nueva era? No lo se. Es su problema, no el mío. Pero se trata de otro modelo de negocio.

Algunos lectores asiduos a publicaciones semanales o mensuales, coleccionamos cada número de Vuelta o Nexos, con la esperanza vanidosa de albergarlas como trofeos. Triste ilusión. La digitalización de su contenido vuelve ocioso tanto papelerío sobre nuestros estantes. Sólo quitan espacio. O son como adornos temporales, antes de rematarse en un bazar dominical, o donarse a una biblioteca pública donde no se paran ni las moscas. Alguna vez, platiqué sobre esto con Tomás Segovia, quizá el empleado más conspicuo de Vuelta, porque era el único que trabajaba como negro en las instalaciones de esa revista, según los dictados dictatoriales de Octavio Paz. “¿Qué hago con todos los números que guardé para la posteridad, don Tomás?” Y el poeta me respondió no sin un dejo de ironía: “tírelos, quítese de pendientes inútiles”.

Borges escribió aquellos versos memorables: “Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos), hay algunos que ya nunca abriré”. El escritor argentino bromeaba porque cuando escribió ese poema, ya estaba completamente ciego por el glaucoma. Pero también es un destino prometido tanto para quienes pueden ver como para los que no: entre las revistas de mi biblioteca, hay algunas que ya nunca abriré, porque preferiré googlearlas. ¿Volverán las oscuras publicaciones en tu balcón sus ejemplares a colgar?”. La respuesta es no. Las revistas, como las golondrinas, las veremos en línea mas temprano que tarde. Y qué bueno, porque la humanidad imprime más revistas de las que se pueden leer. Sócrates, que desconfiaba de los libros, también hubiese sido escépticos con las revistas. A menos que las tuviera siempre a la mano, en Internet.