Interesante la versión de “Los últimos zares” de Netflix, porque conjunta historia, anécdotas, misterio, ficción, leyendas y mitos alrededor de la familia Romanov, en los días más convulsivos del imperio ruso de principios del siglo pasado.

En esta versión como no hay en otro documental del estilo, queda muy marcado el papel de Grigori Yefimovich Rasputin, “el monje loco”, el depravado, perverso, mítico, charlatán curandero y cercano asesor político-militar del matrimonio compuesto por el zar Nicolás y mucho más a la zarina Alexandra Fiódorovna Románova.

Rasputín supo ganarse la confianza de Alexandra Feodorovna, con la esperanza de que éste curara de hemofilia a Alexei Romanov, el heredero natural del trono del imperio ruso y quien sería el continuador de 300 años de dinastía de este reino.  De forma engañosa, con mucha charlatanería y consejos cristianos, Rasputín se ganó el respeto, la confianza de la familia y paulatinamente se volvió el principal consejero del zar en la etapa más crítica de Rusia, cuando el movimiento revolucionario bolchevique ascendía, la familia estaba dividida, la clase política polarizada, la hambruna azotaba a los más pobres, estaban derrotados militarmente por Japón y una guerra mundial les había provocado más de un millón de muertes.

Entre 1906 y 1916, Rasputín influyó en la familia de Palacio, tanto para elegir a quién colocar en diferentes puestos del gobierno, a marcar las líneas del discurso oficial, a dictarle al zar o la zarina cómo mover al ejército ruso, con quién sí pelearse y con quién no, cuáles serían los aliados y los enemigos.

“El monje loco” era un hábil operador de la psicología de las emociones. Podía intuir peligros y hacerse la víctima; podía modificar hechos reales por versiones místicas que justificaran sus argumentos y verdades. Logró escalar al primer círculo de la familia imperial gracias a la traición, porque su condición era mediocre y casi analfabeta; de origen humilde se codeaba y relacionaba con la exquisitez de la élite rusa. Así traicionó a muchos; era su condición y sería su perdición.

Sus consejos intuitivos en la política y la milicia de uno de los ejércitos más poderosos del mundo, provocaron las críticas más ácidas y despiadadas a la familia Romanov, acusada de ser una mera marioneta en sus manos, de abandonar al verdadero sentir del pueblo y sus demandas.  

Los Romanov vivían una realidad ocultada por sus ministros y alterada por su consejero Rasputín, tomando las peores decisiones “en nombre del pueblo” por el zar, “el elegido de Dios”, sin darse cuenta que lo único que estaban provocando era el efecto contrario: el odio, el rencor y la violencia.

En “Los últimos zares” se concluye que la falta de preparación y de carácter del zar Nicolás, la manipulada zarina Alexandra, estaban completamente confundidos, pensando que podían gobernar libremente porque aún contaban con el apoyo de la gente, sin darse cuenta que el amor y lealtad de su pueblo se fue perdiendo aceleradamente por los constantes distanciamientos, la cerrazón a los consejos de sabios y expertos y porque el monarca comenzó a usar a su ejército de leales para reprimir incluso a quienes protestaban para apoyarlo.

Distanciado de la realidad y ya sin el velo de Rasputín, los Romanov abdicaron el poder en Rusia, dejando tras de sí, caos y sangre, y abrieron el paso a los radicales bolcheviques (que después fundarían la URSS). Esa inocencia los acompañó hasta que fueron ejecutados vilmente en el sótano de una casa en la lejana Siberia.  

Los hechos ocurrieron en Rusia, entre 1898 y 1919, cualquier semejanza con la actualidad es mera coincidencia, si es que acaso usted, amable lector, anda buscando al Rasputín mexicano del momento.