Gabriel Careaga acaso sea el sociólogo mexicano más destacado del fin del siglo XX. Tiene una obra importante que le ha sobrevivido. Particularmente, Mitos y fantasías de la clase media en México, ensayo -producto de la investigación y la observación del estrato social que indica el título- que tiene al menos tres influencias importantes: Oscar Lewis, Ricardo Pozas y Enrique González Pedrero. Con múltiples ediciones, se ha convertido en referencia para instituciones educativas de nivel medio superior y superior, y aun entre las nuevas generaciones de sociólogos. Fue, sobre todo, un extraordinario y estimulante profesor cuyos intereses se extienden desde el estudio de la clase media al examen y análisis de los intelectuales y la política, el teatro, el cine y los fenómenos de masas de la ciudad. A ellos dedicó textos que aún mantienen vigencia (aparte del ya citado, La Ciudad enmascarada, Sociedad y teatro moderno en México, Los intelectuales y el poder –diálogo con Gastón García Cantú-, Los espejismos del desarrollo, Biografía de un joven de la clase media, Estrellas de cine, los mitos del siglo XX, y Cuba, el fin de una utopía; entre otros), así como incontables colaboraciones en diversos periódicos y publicaciones del país como  Revista de Bellas Artes, Revista de Ciencias Políticas, Revista Mexicana de Cultura, Quimera, Revista de Revistas, El Universal, Siempre!, etcétera.

Cuando ingresé a la Universidad Nacional Autónoma de México, Careaga era ya una especie de “Vaca Sagrada”, una celebridad con enérgica y polémica personalidad que propiciaba adhesiones y rechazos, elogios y críticas a su obra y su estilo (Mitos…, publicado por Joaquín Mortíz en 1974, había sido un éxito de librería). Era claro que no pasaba desapercibido en la comunidad universitaria, en particular entre los miembros de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Siempre impecable de traje y corbata, anteojos, portafolio de piel, vetiver y con los diarios y revistas de su interés o la más reciente novedad literaria en la mano. Y no obstante que para él la imagen era de suma importancia, en este retrato no había pose (al menos no en su madurez), sino un ser veraz que expresaba el perfil de un intelectual moderno circundado por la medianía. Ser que tomaba con responsabilidad y seriedad la personificación que había querido conquistar para sí: un intelectual dedicado a los libros y el estudio, no un simulador. De allí derivaba la admiración y el respeto que se le tenía como maestro de Teoría Social y Formación Social Mexicana, entre otras materias (la Facultad me ofrecía una diversidad de excelentes académicos como Alfonso García Robles, Jorge Basurto, María Luisa Castro, Lourdes Quintanilla, Arnaldo Córdova, John Saxe-Fernández, Héctor Cuadra, Alfredo Romero Castilla, Adolfo Aguilar Zinzer, Luis González Souza,...). Y era además un profesor  generoso que ostentaba la reputación de un acendrado y ácido sentido del humor. Antes de morir prematuramente el 12 de enero de 2004 –activo hasta el último momento, su ensayo sobre Cuba apareció en septiembre de 2003 y entregó su artículo final, en Siempre!, pocos días antes de fenecer-, fue objeto del reconocimiento al mérito académico por parte de la UNAM por treinta años dedicados a la docencia y recibió la medalla Francisco López Cámara de parte de la FCPyS.

Fui afortunado de tener a Gabriel Careaga como profesor de Teoría Social desde el primer semestre. La Universidad y sus maestros marcarían de manera definida mi formación profesional y gran parte de mis intereses vitales en el porvenir. Después de ser su alumno por año y medio, le auxilié como ayudante. Posteriormente sería mi director de tesis (Obra diplomática y educativa de Jaime Torres Bodet), en cuya sustentación pública obtuve mención honorífica. Después de diez años de relación académica, tiempo durante el cual el trato mutuo fue de confianza y aprecio pero formal -de “Usted”-, devine su amigo. Una vez que consideró, desde su postura de riguroso educador, que había yo alcanzado los méritos para tutearle (no dejaba de haber gracia en ello). Ya como amigos y desde antes, guio mi tardía (dado mi origen) incursión e interés en el teatro, el cine, la literatura y, finalmente, la escritura. Al considerar mi deseo por publicar textos de carácter cultural, se encargó no sólo de estimularlo, también de propiciar mi iniciación en las letras impresas. Así, en 1995 publiqué mi primer artículo en la sección cultural de El Universal –dirigida por Paco Taibo I- bajo el seudónimo de Héctor Uribe. Argumentaba Gabriel que al estar yo trabajando en ese tiempo dentro de los grupos artísticos de Bellas Artes, firmar con mi nombre podría traerme alguna contrariedad. Estuve de acuerdo y adopté el Uribe, que es el segundo apellido materno. Más adelante, Gabriel me invitó a realizar al alimón la sección Pretextos Culturales de la revista Análisis XXI, que dirigía Guillermo Knockenhauer. Allí publicaría bajo el mismo seudónimo. Otros artículos de la época aparecieron en El Diario de México. Fue una etapa fructífera de alrededor de cinco años. Las colaboraciones publicadas entonces, junto con otras del mismo perfil cultural, aparecerán en una colección en 2018.

Gabriel continuó siendo un referente intelectual y cultural hasta que se produjo un distanciamiento. La amistad se dilató a lo largo de incontables noches de teatro, cine y música. Se desarrolló en las calles de la ciudad, en los restaurantes y en las recepciones que ofrecía en su departamento de la Colonia Condesa, junto al célebre Parque México, donde tuve ocasión de conocer y tratar a escritores y personalidades como Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Paulina Lavista, Elena Urrutia, Bambi, Teodoro Césarman, Gerardo Estrada, Antonio Delhaumeau, Paco Ignacio Taibo I,…

La presencia de Gabriel Careaga en mi formación es definitiva. Pasó por el aula universitaria, el teatro y el cine, hasta los medios impresos; y por supuesto, está también en los libros que comentamos y discutimos durante un lapso de cinco años de amistad y diecisiete de relación humana. La amistad se distendió a partir del año 2000 y eventualmente se produjo un distanciamiento silencioso. Acaso producto de una suerte de parricidio, como él -perteneciente a una generación que estudió y aún creyó en Freud; al grado del diván- con certeza le habrá llamado. Es probable que la amistad se retomara con el tiempo, ya que así eran la mayoría de las relaciones de Gabriel: cíclicas. Con varios amigos se distanció y reconcilió en variadas ocasiones. Sin embargo, cuando falleció de manera sorpresiva, yo radicaba ya desde el verano de 2001 en la ciudad de Nueva York; su preferida, por cierto, después de la ciudad de México, en la cual vacacionaba todos los años para ver comedia musical y teatro.

A pesar de nuestras diferencias en ciertos criterios artísticos y sobre todo de carácter ideológico -sin ser expuestas de manera abierta-, Careaga resultó ser para mí una suerte de padre intelectual; el guía y mentor que mayor influencia haya tenido en mi formación vital ulterior. En 2017 se cumple el 13 aniversario de su fallecimiento. No obstante la infortunada muerte prematura, su presencia continúa a través de la formación referida y en variados aspectos de mi interés cultural e intelectual, así como en la memoria del humor cáustico pero esencialmente humano que le dibujaba por completo. Asimismo, prosigue en su obra y en el perfil de generaciones de discípulos que se favorecieron de su ejercicio académico e intelectual y de su figura misma como extraordinario personaje de nuestro tiempo.