Conocí a David Meza, si es que puede usarse el verbo en lato sensu, cuando me reencontré con Joana Medellín, la poeta resucitada. Estábamos en la Condesa, tomando cualquier cosa que en otro lugar costaría menos, cuando ella preguntó si podía invitar a unos amigos. Mi eterna cómplice, Natalia Equihua, y yo, aceptamos. Llegaron dos sujetos, extrañísimos, que en nada parecían un par de poetas. Uno con el cabello largo y rizado, totalmente sobrio, portaba una gabardina negra ocultándolo todo; el otro, un muchacho de rostro oriental, sonriente y despreocupado. Medellín los presentó, el primero era Omar Jasso y apenas levantó la mano derecha para hacer un intento de saludo, jamás nos vio a la cara; el segundo extendió la mano para saludar con demasiada confianza, su nombre era David Meza. Aquella noche escuchamos rumba bajo el brindis de mojitos. México era Cuba y Meza y Jasso eran Latinoamérica.

Meza afirma que nació en 1990 pero el año, en su caso, especialmente en su caso, es inútil. David le pertenece a más épocas de las que podría admitir. También es ejercicio absurdo determinar su ubicación. Encontrarlo es peregrinar entre pagodas, templos y mezquitas. Sus productos literarios dan cuenta de una madurez expresiva y de una bilocación autoinfringida. Lo sobrenatural de su obra consiste en la posibilidad tan espiritual que provee; tanto de insatisfacción como de búsqueda personal. Concretamente me refiero a dos de sus textos más notables: El sueño de Visnu (El Gaviero) y Marta (inédito, aunque no por mucho tiempo). Antes tenía la inmadura impresión que Meza era un poeta atravesando una etapa mística, ahora lo considero un místico que hace poesía. Mejor decirlo como lo pienso: teje plegarias contemplativas anudadas con palabras.

Si hay un elemento digno de más loas dentro de su producción escrita es la atinada referencia bíblica, alejada de religiosidad popular o de palabrería ceremoniosa. Las figuras divinas se encarnan de una manera tan sutil que es imposible discernir entre dioses, demiurgos, humanos y demonios. Meza es un inquieto de lo espiritual, de quitar la cáscara de pecados y culpas y encontrar la santidad dentro de cualquier ser que pueda existir.  Sin embargo, no es un vitalista puritano. Tiene, como he mencionado, el don de permanecer en distintos cuerpos simultáneamente; a veces es una mujer, otras un mendigo extendiendo la mano para colectar nubes.

Estoy seguro que él detestará esta semblanza, la rechazará como buen eremita y me enviará algún escueto agradecimiento meses después. No me inquieta su renuencia, tampoco su silencio. Cuando David Meza no está, lo más probable es que se encuentre gestando/orando su siguiente verso.