Uno de los problemas de comunicación que hemos tenido a lo largo de la historia y que la era de lo digital, con todo y su instantaneidad no ha resuelto, es el del centralismo. Quienes vivimos en la capital, hemos creído como dogma de fe que lo que ocurre en el centro político y económico de México, los temas y la opinión que se genera en torno a la vida en el altiplano, es lo que interesa o lo que debería interesarnos a todo el conjunto nacional.

Por esa visión centralista que se consolidó en torno a la democracia acotada que vivimos en la mayor parte del siglo pasado, no dudamos en llamar “prensa nacional” a los medios de comunicación que se asientan en la Ciudad de México, aunque dichas empresas por lo general desdeñaban lo que ocurría en las regiones. No fue sino hasta los años ochentas y principios de los noventas, cuando irrumpió en la escena el país con vida propia que se vive en los estados; y así conocimos la indignación ciudadana por los fraudes electorales en estados como Yucatán o Chihuahua, las protestas de mineros en Sonora, de campesinos afectados por la actividad petrolera en Tabasco y por supuesto, la rebelión Zapatista.

En el nuevo siglo, cuando la instantaneidad de la comunicación telefónica permite conocer en tiempo real lo que ocurre en casi cualquier parte del territorio nacional y del mundo, la mayoría de los medios mexicanos se colocan gustosos la etiqueta de “nacionales” aunque hayan vuelto a la ruta conocida de privilegiar no sólo la información y los hechos de la gran urbe, sino específica y casi exclusivamente la que se produce en un solo sitio, el Palacio Nacional.

Las grandes corporaciones de comunicación que se acomodan a la circunstancia impuesta por el nuevo gobierno, aprovechan que los mexicanos damos por sentado otro dogma tan falso como el que la opinión pública que se genera en la capital es “nacional”: que la telefonía celular, ese aparato que a muchas generaciones nos pareció un invento similar al descubrimiento de la electricidad, ha cambiado el paradigma al grado casi, que “un comunicador en cada hijo te dio”, y por tanto, la cancha entre el centro y el resto de las regiones está más pareja.

Nada más falso, sobre todo por dos razones básicas: primero, las cifras de 2018 señalan que sólo 51 de cada 100 hogares tienen acceso a internet y segundo, aún cuando existen alrededor de 115 millones de teléfonos celulares en el país, el crecimiento no es homogéneo en todos los estados, sobre todo en los más pobres. Agréguese a esto el bajo nivel de escolaridad y los bajo índices de calidad educativa de nuestro país con respecto a otras naciones y concluiremos que incluso la “Primavera Árabe”, que movilizó varias naciones contra los gobiernos despóticos de aquella región, no habría sido posible sólo con la comunicación celular sin una opinión pública y una oposición sino consolidada, al menos unida.

Que las empresas de comunicación se pongan a tono del gobierno en turno para seguir presentando esa visión centralista de que sólo lo que pasa en la antigua Tenochtitlán o sólo lo que el presidente quiera informar, es lo que interesa, no debería sorprendernos. Como tampoco debería sorprendernos que, al margen de los medios convencionales ocupados en la agenda centralista, estados con una fuerte opinión pública local generen, por ejemplo, campañas de rechazo a la presencia de personajes como Felipe Calderón o Gerardo Fernández Noroña.

En el caso del ex presidente, es cierto, se juntó la viralidad del rechazo a su presencia en el Tec de Monterrey con el interés de sus adversarios para debilitarlo, y también es cierto que el saldo es negativo para una sociedad necesitada en estos tiempos del intercambio de ideas frente a la amenaza de un proyecto regresionista. Pero la culpa no es de la circunstancia, sino de quienes no la leen o la leen mal.

Calderón Hinojosa es un personaje aquejado de ceguera, que se la ha pasado todos estos meses dilapidando su capital político como ex presidente, para seguir una aventura política más fruto de sus ambiciones personales que de su lucidez, necesarias ambas para un papel que juega sin proponérselo, como un actor principal en las definiciones que tiene que tomar el país de cara a un régimen que quiere destruir todo para volver a prácticas del pasado.

Lo que encontró el ex presidente en Nuevo León fue el rechazo de una sociedad local bien informada de uno de los muchos errores que se cometieron durante su gobierno, para proteger a los militares que combatían a la delincuencia organizada. Lo recuerda muy bien el documental “Hasta los dientes”, la ópera prima de Alberto Arnaut que se transmite a través de Netflix: dos estudiantes con excelente promedio, fueron asesinados en el interior del Tec por militares que se enfrentaban a delincuentes y los confundieron.

En lugar de aceptar el error y de castigar a los responsables del fallido operativo, la primera reacción del gobierno calderonista fue proteger a los soldados y decir que los dos estudiantes iban armados hasta los dientes, situación que fue desmentida en el curso de las investigaciones que no concluyen, porque sólo se consignó a seis soldados (la tropa siempre, la sacrificable), dos están detenidos, uno prófugo y tres se cree que trabajan para la delincuencia organizada.

Antes que pensar hablar de lo que ocurre en el país o de compartir su visión con los neoleoneses, Calderón debió pedir perdón por la falsa historia que sostuvo su gobierno. El caso es emblemático por muchos sentidos: confirma que hay opinión pública fuerte en algunas regiones, que quienes apuestan al centralismo no han ganado y que no la tienen fácil, y que se requiere claridad e inteligencia en los actores políticos para socializar con los mexicanos que la realidad está cambiando al ritmo de la voluntad del presidente, pero no necesariamente en la ruta que nos conviene como país.