Voy a repetir un cuento al cual ya me he referido, pero que todavía yo no lo he digerido bien a bien, pues lo he soñado en varias versiones. A veces el sueño se vuelve pesadilla, porque yo soy el vendedor de naranjas y a veces porque yo soy el comprador. Otras veces porque se me desmorona mi antigua catedral de virtudes sobre el trabajo. Va el cuento.
En un mercado de Oaxaca, sentada en los escalones de la entrada está una muchachita mestiza semiurbana, pero todavía de rebozo en la cabeza, vendiendo naranjas. Eran apetitosas las naranjas acomodadas ofrecidas sobre una tabla bien lavada.
Yo llego al mercado buscando chapulines y se me antojan las naranjas. Le pregunto: "Oiga, marchantita, ¿cuánto cuestan las naranjas?”. Con orgullo espanta las moscas de las naranjas y me contesta muy ufana: “Valen un peso cada una. Mire cómo se ven de jugosas, cada naranja a peso. ¿Cuántas se va a llevar? ¿Por qué no se lleva 10 a 10 pesos?”. Yo no vi mal el precio, aunque ni idea tenía de cuánto costaban.
Pero antes de sacar la cartera vi un poco más adentro del mercado a otra marchantita, más joven, igual de humilde, con una tabla enfrente con las mismas naranjas también muy bien acomodadas.
No se necesita ser regiomontano para verse en la necesidad de caminar los seis metros y preguntarle a la más joven por el precio de sus naranjas. La lucha por comprar lo más barato posible es una lucha humana, no se necesita ser neoliberal y esa lucha la hace hasta un cubano socialista.
Bueno, camino hacia la otra vendedora.
“¿A cómo?”, le pregunto. “Mire yo le doy once naranjas por 10 pesos”, me dice. “Oiga, ¿por qué están más baratas que las de la entrada”, le pregunto. Se veían igual.
“Son igualitas, las trae el mismo camión pero la marchanta de la entrada las vende un poco más caras”, responde.
No me cuadra la explicación y por la curiosidad, no cierro la operación y me regreso con la de la entrada.
“Oiga, allá dentro me dejan las naranjas a once por 10 pesos. ¿No me da 11 por 10?”, le digo.
Se me queda viendo como insultada y muy dice: “¡Mis naranjas valen a peso porque son más valiosas que las naranjas de adentro!”.
Le reclamo: “¿Por qué las da más caras si son igualitas?", y me dice: “Es cierto, son igualitas pero mis naranjas valen más porque yo valgo más que aquella jovencita”.
“¿Cómo que usted vale más que ella?”, le digo.
“Pues claro, yo tengo más virtudes y tengo mis valores bien arraigados”.
“A ver, a ver...”, le digo, y le suplico que me explique las razones por las cuales ella vale más. “Pues mire, yo siempre llego más temprano que ella y además ya cumplí 22 años de antigüedad de pertenecer a los miembros del sindicato de vendedoras del mercado, no he faltado a ninguna junta, aquí me verá siempre bien puesta”.
“Sin embargo esa jovencita apenas lleva tres años, eso quiere decir que yo tengo más méritos y tengo mis valores más firmes”. “Además --prosigue la marchanta-- yo soy señora de la casa y yo de aquí del trabajo me voy directo a mi casa a ayudarles a mis hijos con su tarea y con la cena”.
“Sin embargo, aquella vendedora recién arribada, vive medio arrejuntada y tiene un hijo mal nutrido que tuvo con otro señor. Además dicen que muchas veces de aquí se va a la otra esquina del mercado a tomar tepache y platicar de puros chismes. Yo en cambio, mire aquí traigo mi rosario y rezo muy seguido, mientras que aquella desaliñada nunca reza, ni va a las procesiones del Santo Patrono. Por eso y por otros valores, yo valgo más y por eso lo que yo vendo debe valer más. La gente bien nacida como el señor tiene que apreciar esas diferencias si es que hay respeto a los valores en este mundo, ¿o no? Usted no debe de comprar aquellas naranjas, usted que se ve educado en colegio de paga y donde enseñan valores. Debe compararme las naranjas a peso”.
Hasta aquí el cuento. Hasta aquí el sueño. Ahora a exprimir las lecciones posibles:
Si alguien ofrece más o menos lo mismo que tú, no solamente no lo puedes vender más caro, tienes que venderlo cada vez más barato. La ley de la igualdad dice que si la sociedad observa dos productos o servicios iguales, obliga a bajar el precio a los dos, hasta quitarles toda la ropa interior.
En una condición de igualdad de productos, los márgenes y las utilidades tienen que ir bajando y sobreviven aquellos que sepan vivir en una forma más pobre. El saber vivir con menos se vuelve la ventaja competitiva de los pobres que ofrecen los mismos productos o servicios que ofrecen otros.
Los clientes no te pueden pagar las virtudes y los valores que tú tienes, a menos que esas virtudes y valores se introduzcan en alguno de los atributos de tu producto o atributo de tu servicio. Los valores personales, para que rindan su fruto económico y social, tienen que impregnarse en lo que ofreces al público.
La mayoría de los valores burocráticos, como el trabajo en equipo, la fidelidad, el amor a la camiseta, la antigüedad, la puntualidad, la honestidad, el cultivo de la excelencia, la calidad de vida personal y aun los valores religiosos, muchas veces se quedan dentro de la persona sirven para ganar el cielo, poner el ejemplo y mantener un ambiente sano en la sociedad, pero no sirven para crecer el negocio, ni crear más empleos, ni ganar, más centavos, ni generar riqueza, ni terminar la pobreza.
Todas las virtudes personales necesitan cultivarse haciendo un esfuerzo extraordinario para que formen parte de los valores que tiene nuestro producto o servicio. Si somos honestos, nuestros productos deben ser honestos y no presumirle atributos que tienen. Si somos puntuales, nuestros productos y servicios deben ser puntuales. Si somos austeros, nuestros productos deben de serlo.
Nuestros valores deben de lucir en nuestros productos y no quedarse acurrucados dentro de nosotros. Recuerden, esta es una reflexión sobre el cultivo de tu fregonería y administración de tecnología, no es una reflexión de ética religiosa.