La primera novela policiaca que leí fue una novela policiaca cubana. El relato me atrapó desde la primer hoja, por la imagen gráfica que se desprendía de la narrativa. Si la memoria no me falla, un experimentado inspector de policía va caminando por las calles de La Habana vieja pensando en los casos sin resolver que tiene pendientes, pero su mirada se clava en un personaje va en la acera de enfrente, vestido de paisano, y que cada 20 o 30 metros, se detiene, voltea para todos lados y marca con una tiza la banqueta haciendo como que se amarra las agujetas de sus zapatos. Lo que para todo mundo pasa desapercibido, para el ojo del investigador es un acertijo que está obligado a descifrar.

El género policiaco podía ser de tinte costumbrista dado el problema de inseguridad que vivimos en el país. Uno de mis autores favoritos es Elmer Mendoza, considerado uno de los precursores del “boom” que esta literatura ha tenido en los últimos años. Admiro de él su capacidad para hilar tramas aparentemente inconexas y para hacer de “El Zurdo” Mendieta, un detective capaz de explorar con dotes de psicólogo la mentalidad criminal.

Estuve pensando en novelas policiacas a raíz de varias noticias que encontré en periódicos y en redes sociales. No sé si es mi demasiada imaginación, pero me sentí como el detective de aquella novela policiaca de cuyo nombre, literalmente, no puedo acordarme.

Todo comenzó el pasado 6 de febrero, cuando encontré en twitter que el ex presidente Felipe Calderón se quejaba del atraso de su vuelo en el aeropuerto de la Ciudad de México. “Media hora de espera ya en la pista... el piloto amablemente nos explica que no podemos despegar porque debemos esperar a que lo haga un avión ruso, sin embargo, éste ni siquiera termina de arrancar. ¿Estará esperando a alguien?”.

A muchos quizá pudo parecer intrascendente la queja, pero doce días antes, yo había leído que el columnista Salvador García Soto filtró en su columna una información sobre el político más buscado por la policía mexicana. Enrique Lozoya, escribió el periodista, se encuentra en San Petersburgo, protegido por la mafia rusa, “lo que dificulta los esfuerzos de las autoridades para iniciar un proceso de extradición en su contra”.

Fue entonces que empecé a atar cabos: el avión que paró toda la actividad del aeropuerto capitalino durante un par de horas aquel jueves, era el del canciller de Rusia, Sergei Lavrov, quien se encontró con su contraparte mexicana Marcelo Ebrard. La prensa internacional destacó que 1) antes de viajar a nuestro país, estuvo en Cuba y de aquí, salió para Venezuela 2) Anunció que existían pláticas para que México compre helicópteros de manufactura rusa y 3) criticó la política injerencista de Estados Unidos en América Latina, recalcando que Rusia “también tiene presencia” en el subcontinente.

La visita del canciller ruso, por el tono y la circunstancia, a punto estuvo de iniciar un serio conflicto con nuestros vecinos del norte. Hugo Rodríguez, subsecretario de Asuntos del Hemisferio Occidental en el Departamento de Estado, advirtió siete días después, que si México compra helicópteros a Rusia podría ser objeto de sanciones bajo la legislación estadounidense. De los amagos rusos de que México es su aliado, ningún comentario.

Frente a la presión de la Casa Blanca, al gobierno mexicano no le quedó más que desmentir al Canciller de Putin y lo hizo al día siguiente, el Día de la Amistad. Cinco días después de la queja tuitera de Calderón, y once antes de que ocurriera la detención en España de Emilio Lozoya, captura tras lo cual, por cierto, se filtró que según agentes de la policía ibérica, el ex director de Pemex podría haber estado lavando dinero para la mafia rusa, que lo mantuvo protegido durante más de nueve meses. Si teníamos buenas relaciones con los rusos que sienten a México parte del eje de sus aliados (con Cuba y Venezuela) ¿por qué protegían a un corrupto? Eso no es de cuates, me parece.

Por los mismos motivos, el intrusionismo de su política exterior, ni al gobierno norteamericano ni a la oposición demócrata de ese país le caen bien los rusos. Que Lozoya fuera detenido en España y no en San Petersburgo, a pesar de la buena relación de Ebrard con el gobierno de Putin, ¿puede ser una jugada de las áreas de inteligencia de los Estados Unidos operando por la libre con los españoles? Hasta antes de que se conocieran los preparativos para la compra de los helicópteros, Lozoya estaba bien resguardado y la 4T parecía cumplir sus compromisos de la transición que tan de sonrisa de oreja a oreja trae a Enrique Peña Nieto recorriendo el mundo. Ahora bien, ¿Los rusos se fueron para siempre de México? ¿ayudaban a Lozoya y a la 4T y esperaban algo a cambio? El tiempo lo dirá.

Lo que sí es que con todos estos hechos y un poco de imaginación, creo que alguien bien podría escribir una novela que puede tener dos capítulos adicionales. Uno sobre la elección de 2018, cuando comenzó a crearse la percepción de que Rusia apoyaba las redes sociales de López Obrador desde Venezuela, como lo hizo con Donald Trump para que perdiera Hillary Clinton. ¿Se acuerdan del video de AMLO en el puerto de Veracruz, haciendo chistes sobre el tema y llamándose asimismo “Andremanueloski”?

Otro capítulo sería sobre el mexicano Héctor Alejandro Cabrera Fuentes, el experto en biotecnología, graduado en Moscú, partidario de la 4T, detenido en Miami siete días después de Lozoya, acusado de realizar labores de espionaje en el vecino país del norte a favor de…los rusos. Una novela que nadie está escribiendo, de un final que se antoja impredecible, y que estoy segura, nadie en la 4T quisiera leer.