Soy una madre como cualquier otra en este país (bueno, no es para tanto) y tengo muchas ganas de quejarme de los maestros. Sí, sí, ya sé… Me dirán que hoy debemos festejarlos y que su labor es fundamental para el desarrollo de nuestros hijos (ay, que cursi), porque los niños (también las niñas) son el futuro de México.
Pero no… Me rehúso tajantemente a celebrar el Día del Maestro (hasta yo me di miedo) y no porque este 15 de mayo, como cada año lo hacen, miles de maestros se apoderen de algunas avenidas de la Ciudad de México y compliquen el tránsito vehicular (por cierto, la México-Tacuba, San Cosme, Puente de Alvarado, Juárez y 5 de Mayo son las que utilizo a diario para llegar a mi trabajo).
Mi protesta no va por los autos y camiones a paso lento o hechos nudos en algún crucero, ni por comprender el enojo de los conductores. Aprovecho los instantes de la caótica imagen, para precisar que se trata de un problema de índole federal. Tampoco cuestionaré si los maestros tienen el derecho o no de hacer cuántas marchas o mítines les venga en gana.
Mi enojo es por mi encuentro cotidiano con los maestros, desde que mi hijo –ahora adolescente de 12 años– iba en el kínder (entiéndase nivel preescolar). Han sido 10 años de corregir y corregir a los profesores… Si no me creen, por favor tómense unos minutos más para leer el simpático anecdotario:
En primero de kínder la “miss” de mi unigénito me dijo con rostro que imploraba a Jesús Bendito: “Por favor, señora, ya no estimule más a Pancracio” (cambio el nombre de mi hijo para guardar su identidad y no crearle complejos con los amigos porque su madre se atrevió a escribir estas líneas). Siguió la maestra: “Ya no le lea libros, porque al niño le gusta imaginar muchas cosas y no se concentra en clase”. ¡Plop!, como Condorito.
La maestra de segundo de primaria bajó la calificación a mi crío cuando le mandé un recado en dónde le aclaraba que el antónimo de inflamable (así es la palabra y el prefijo in aquí no es negativo) no es flamable (este vocablo ni siquiera existe). Tras su escritorio y con el poder de una crayola roja para anotar la calificación en el cuaderno, le dijo a Pancracio: “Pues tu mamá será correctora de estilo, pero aquí mando yo y le pones como yo diga”. Y mi angustiado vástago me suplicó que ya no corrigiera a los profesores.
Quinto año no se quedó atrás. Al inicio del ciclo escolar, la maestra pidió a sus alumnos forrar la banca como quisieran (ya saben para proteger el mobiliario de leyendas bolígrafas). Pancracio, como roquero que es, decidió poner dibujos del grupo KISS. ¡Lástima Margarito, lástima! La profesora exigió quitarlos y mandó llamar a la madre.
Su argumento fue de risa: “Señora, pedí que tapara esos dibujos porque en este colegio no queremos nada que tenga que ver con drogas y violencia”. Incluso sugirió comprarle a mi hijo de esas calcomanías donde la Virgen María parece una caricatura.
¿Ha visto o escuchado a los KISS? –pregunté, segura de lo que contestaría. Tras un no de su parte (sin albur), fui directa: “Entonces no puede criticar algo que desconoce. Además se supone que es una escuela laica, ¿no?”. Pobre hijo mío, vio su suerte durante todo el año.
Lo ocurrido en sexto año fue sorprendente. En su clase de historia, la maestra afirmó que los mexicas eran caníbales y que se comían en pozole a aquellos que eran sacrificados para venerar a los dioses. Pancracio, adorador de la cultura azteca, corrigió de inmediato. Pero la autoridad de la maestra, llegó a rasgos de dictadura.
Ni qué decir de la “moral” de las autoridades escolares ahora que Pancracio cursa primero de secundaria. La madre, de espíritu liberal, le regaló una pulserita de tela donde se promueve el uso del condón. ¡Santo Cristo Redentor!, supongo que expresó la directora. Efectivamente, le prohibieron usarla. La justificación: “es que incita a nuestros adolescentes a tener relaciones sexuales”.
Otra maestra, en un intento frustrado de enseñanza de la anatomía, les dijo que su cuerpo estaba cambiando y que les “va a salir peluche en el estuche” (no se rían). Pregunto a los profesores: ¿entonces espero a que mi hijo sea universitario para hablarle de sexualidad? Y me respondo: ¡Claro que no!
Las anécdotas siguen… Faltas de ortografía, equivocaciones en historia y enseñanza de las matemáticas con uso de calculadora son apenas un botón de lo que ocurre en los salones.
Hoy marchan unos 50 mil maestros que se oponen a la evaluación universal. Después de todo, como asegura una amiga, los maestros son sensatos en no querer presentar el examen pues reconocen (muy adentro de su ser) que saldrán reprobados. Lástima que yo no tengo sus boletas.