Ayer por la tarde tuve una idea extravagante. A solas en mi casa, tomé la última botella de mezcal que había en la cava. La metí junto con un vasito velador en una bolsa de las llamadas mariconeras. Me colgué la bolsa al hombro y subí por las escaleras exteriores, de servicio, al techo de mi casa.

Arriba, al amparo de las azoteas, abrí la botella y me serví un trago, para contemplar la Sierra Madre Oriental, donde los osos se mueren de hambre. Luego miré al cerro del Fraile, donde los cacomixtles se extinguen de inanición y finalmente vi las casas aledañas, donde la gente clasemediera se muere de aburrimiento.

Por la calle escuché voces y gritos. Descubrí, doblando la esquina, una horda de mujeres con niños. Eran más de diez, acaso una docena, en chanclas y camisetas, algunas empuñando un palo. Tocaban de casa en casa, pidiendo una limosna. Nadie les abría a ese ejército anónimo de víctimas de la pandemia; restos de la catástrofe que a muchos, la mayoría, les pega más que a otros.

Esas mujeres trabajaron sin duda, hasta hace unas semanas, como empleadas domésticas, o como meseras, y ahora toman la calle con un palo. Se dice que 12 millones de mexicanos entrarán este año en pobreza extrema, a causa de la crisis que desata el coronavirus. Casi 33 mil nuevos pobres cada día. Una cantidad exorbitante por la contracción económica que se espera superior a 12%.

Se aferraron las señoras a la reja de mi casa. Pegaban con los palos mi puerta. Y una de ellas, la más razonable, alzó la voz: “aquí no hay nadie”. Hubo quejas, gruñidos y una que otra mentada de madre.

Queda mucho qué hacer en este país decrépito, de futuro incierto. Y habrá que bajarnos ya de los techos mentales. Porque a ras de suelo, una realidad de miseria crece día a día en cada ciudad.

Si ayer fue un ejército de madres desesperadas, mañana serán sus parejas hombres, quienes tomen la calle. Y exigirán lo que se pueda, para que sus hijos coman. Él hambre siempre viene acompañado de decisiones extremas. Y mucha gente empuña un palo, cuando ya no puede empuñar una cuchara o un tenedor.