Crímenes como el desollamiento y exposición pública de Ingrid Escamilla, generan estupor, indignación, vergüenza y reacciones enfebrecidas en la sociedad y en las autoridades públicas. El problema de la violencia extrema contra las mujeres tiene múltiples causas, sin embargo, cuando ocurren atrocidades como el caso de Ingrid, las reacciones se centran en aspectos por demás tangenciales como pedir cárcel para quienes filtren fotos de las víctimas.

La impunidad es un factor que contribuye a entender la incidencia de los feminicidios. La expectativa de que no va a ser investigado, capturado ni sentenciado, puede generar una suerte de estímulo perverso en el feminicida. Pero la expectativa de impunidad no parece ser el factor determinante que mueve al feminicida a matar a una mujer. Recordemos que, en más del 70 por ciento de los casos de violencia homicida contra las mujeres, el agresor pertenece a su círculo, sea esposo, novio, padre, hermano, familiar o amigo.

En estos casos, es notable que muchos o todos los agresores actúan a partir de la convicción de que la mujer les pertenece, de que son dueños de su cuerpo y su alma. Para los feminicidas, la mujer no tiene dignidad ni personalidad, para ellos, ni las leyes ni los derechos humanos tienen validez por encima de la convicción ancestral de que el macho puede hacer con la mujer lo que quiera, incluso matarla, sobre todo matarla.

Por milenios, las sociedades humanas se han estructurado a partir de una dominación absoluta del hombre sobre la mujer, legitimando no solo las enormes desventajas de éstas en todos los ámbitos de la vida pública y social, sino todas las formas de violencia de la que son víctimas. En las últimas décadas, han ocurrido avances relevantes en el reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres, en el terreno laboral, en los ámbitos de la salud, la educación y en la representación política, pero falta mucho para revertir miles y miles de años de una mentalidad de superioridad masculina, milenios de prevalencia de un imaginario colectivo donde las mujeres son meros objetos animados a merced del hombre.

Apenas estos días, un senador de la República dijo “no hay problema, ya con mi esposa en la casa tengo experiencia en lidiar contra reacciones agresivas como las de esta ave”, cuando el cadete le aconsejó tener cuidado al acariciar una majestuosa águila real. En efecto, persiste la herencia cultural, sicológica y casi genética de milenios de dominación masculina. Para el senador, la mujer está, debe estar, en la casa; y el hombre juega un papel de benefactor generoso que tiene la bondad de tolerar las reacciones agresivas, irracionales, de la esposa. Para el senador, como para un amplio sector del colectivo de hombres en el mundo, la mujer es un ente al cual se le toleran ciertas cosas, se le reconocen ciertos derechos, pero, al final de cuentas, es equiparable a un águila o a un cordero, según su carácter.

Y a un águila o a un cordero, si se rebelan u ofenden al amo, se les puede sacrificar, se les puede matar. Y destazar, si nos enfocamos en los resortes más profundos, ancestrales, que se activaron en la mente del asesino de Ingrid. Una especie de lapsus de la razón que, de forma fulminante y absoluta, borra de la mente del criminal toda noción de dignidad humana, todo vestigio de civilización y respeto por la mujer que está frente a él, un impulso bestial gestado en milenios de deshumanización de la mujer que de pronto irrumpe y lo habilita para matarla y reducirla a trozos de carne inanimada. Porque, en ese arranque de locura, el feminicida asume que la mujer es de su propiedad, que ese “derecho” a poseerla incluye el poder matarla si quiere y está por encima de cualquier ley o convención social. Sobre todo, cuando esa mujer es su esposa, su novia, su hermana, su hija o su amiga.

El desprecio hacia la dignidad de la mujer, la negación de su condición humana así gestada, produce en el feminicida un odio incontrolable porque, vista así, la mujer no solo le pertenece como objeto animado, sino que le otorga el poder de matarla para reafirmar su superioridad y esconder la miseria global en la que vive el matador de mujeres.

Por eso, la sociedad y el Estado tienen que garantizar la vida, la dignidad y los derechos humanos de las mujeres en dos grandes pistas. Por un lado, en asegurarles una vida libre de violencia a través de acciones concretas de prevención y protección frente a las amenazas evidentes a su integridad y a su vida. Investigar y erradicar aún las formas más “suaves” de violencia, porque si se dejan pasar esas violencias aparentemente nimias, van formando la base para la irrupción de la gran violencia homicida. No se deben escatimar gastos ni esfuerzos en esto. También, las autoridades deben abatir la impunidad de los feminicidas. Que, desde el Presidente de la República, hasta los presidentes municipales, pasando por gobernadores, fiscales y jefes policiacos, declaren todas las veces que sea necesario, que tal o cual feminicida será atrapado y castigado con todo el peso de la Ley, y, sobre todo, que se cumpla ejemplarmente.

Por otro lado, y con miras al largo plazo, es importante empezar a desmontar la mentalidad ancestral de dominio masculino absoluto. Es imperioso que la formación en las escuelas y en los hogares intensifique y profundice en el derribamiento de estereotipos, ideas, valores y comportamientos que impliquen formas de discriminación y violencia contra niñas y mujeres. Es una tarea de larga duración, pero el objetivo es que tanto hombres como mujeres de esta y las futuras generaciones, asuman, con convencimiento, que son iguales en dignidad y en derechos, como condición indispensable para desactivar los impulsos de violencia criminal contra las mujeres motivada por el hecho de ser mujeres. La igualdad sustantiva, pues.

El indicio de que se avanza será que ese senador o cualquier otro personaje, cuando le soliciten tenga cuidado al acariciar un águila real, ya no diga que tiene experiencia porque en casa lidia y tolera a su esposa, sino que conteste, convencido, que la invitará para acariciar juntos al águila y juntos correr riesgos.