Se ha tratado de comparar demasiado esta crisis económica con las precedentes pero no se ha comparado lo suficiente esta epidemia con las anteriores. Pero, si indagamos en esa dirección, descubriremos rápidamente algo que nos ayude a despejar el camino para salir airosos tanto de la una como de la otra.

Durante las epidemias precedentes, desde hace milenios, la vida humana (excepto la de los poderosos) no contaba gran cosa; era corta, sin un valor real, ni económico, ni ideológico. Y, como no se contaba con ningún medio terapéutico para protegerse del mal, había que vivir con ello; resignarse. Además, para la mayoría de las civilizaciones, lo único que importaba era la vida después de la muerte según hubiera sido definida por cada una de las religiones.

En cuanto hemos empezado a contar con los medios para protegernos un poco, gracias a las vacunas, hemos vuelto a vivir como antes en la mayoría de los casos, si exceptuamos la interrupción causada por los estragos de las epidemias. Y, cuando la situación económica lo permitía, hemos empezado a sanar.

Hoy nos encontramos frente a una situación completamente nueva: en algunos de los países más ricos, la vida ha cobrado un valor infinito. No solo porque vivamos mucho más tiempo. No solo porque la capacidad de producción de cada hombre sea más importante que nunca; sino sobre todo porque, desde un punto de vista ideológico y ético, ya no se admite medir el valor de la vida de nadie a partir de criterios exclusivamente económicos. Tampoco bastan ya las promesas de un más allá. En esos países, si los tratamientos se ven interrumpidos, no es porque sean demasiado caros, sino porque el pronóstico es irremisiblemente malo.

Esos países son muy poco numerosos y puede que no sean más que utopías.

En la mayor parte del resto de países, incluso en los más ricos, todavía se produce un racionamiento, implícito o explícito, de los cuidados. También hay un buen número de países, no necesariamente los mismos, que se niega a anteponer la salud de las personas al funcionamiento de la economía. Tal es el caso de manera muy explícita en Suecia, Holanda o Brasil. En los Estados Unidos, con un presidente obsesionado por los movimientos bursátiles que se opone a parte del aparato federal y a ciertos gobernadores, la cosa está menos clara; el debate es de hecho muy explícito y se ha visto incluso a abuelos decir que estaban dispuestos de asumir el riesgo de morir exponiéndose a la epidemia para que sus hijos y sus nietos puedan tener trabajo, ya que no hay prestaciones de desempleo. En otras palabras, en esos países, las exigencias de la salud y de la economía son contradictorias.

Esto nos conduce a una pregunta vertiginosa que rara vez es formulada explícitamente: ¿cuáles son los riesgos que estamos dispuestos a asumir, individual y colectivamente, en el presente y en el futuro, para que nuestra sociedad funcione en el día a día?

La respuesta está clara: no podríamos estar más preparados ya que no nos queda otra. O, al revés, cuanto más proteja y remunere una sociedad a aquellos cuya exposición al peligro sea vital para los demás, y cuanto más proteja a los restantes de los riesgos del desempleo, más reticentes serán éstos a poner en peligro su vida trabajando en condiciones arriesgadas.

Para que una sociedad de esas características pueda existir, deberá evidentemente poder proteger en primer lugar de la mejor manera posible a aquellos cuyo trabajo sea vital para su funcionamiento y que no pueda ser llevado a cabo de forma remota. Y producir cada vez más riqueza y empleos en esos sectores de protección, de prevención, para el presente y para el futuro; sectores que, de cerca o de lejos, se plantean como objetivo la defensa de la vida: la salud, la alimentación, la ecología, la higiene, la educación, la investigación, la innovación, la seguridad, el comercio, la información, la cultura; y muchos otros.

Nos daremos entonces cuenta de que esos sectores expuestos que aseguran las condiciones de funcionamiento vital de nuestras sociedades están inmersos en un proceso de cambio: hasta hace muy poco, estaban principalmente compuestos por servicios y no tenían por lo tanto el potencial de crecimiento que solo puede generarse gracias al aumento de la productividad resultante de la industrialización de un servicio.

Lo nuevo, la buena nueva es que desde hace poco han pasado a estar también compuestos por industrias capaces de aumentar su productividad y, por lo tanto, de mejorar continuamente su capacidad de llevar a cabo su misión. Para salvar a las naciones, a las civilizaciones y a la economía es entonces necesario concentrar todos los esfuerzos en los trabajadores y en las industrias de la vida.

Mientras esperamos que esta estrategia traiga sus frutos, quizá podríamos recomendar a aquellos que tienen el privilegio de poder trabajar estando confinados que dediquen un poco de su tiempo libre (en caso de que lo tengan) a replantearse su propia relación con su vida y con la de los demás; y a plantearse de manera más concreta de qué manera pueden ser útiles, a través del trabajo o fuera de éste, para los que sí se exponen. Para preparar así, modestamente, a su manera, este cambio fundamental, requisito para la supervivencia de la especie humana.

0-0-0-0

 J. Attali es economista y escritor. Presidente de Positive Planet y fundador del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD). La publicación de este artículo es fruto de la colaboración con la revista Alternativas Económicas. Traducción de Carlos Pfretzscher.