Este año se cumplieron 230 años de la Revolución Francesa. Se trata de uno de los hechos más importantes de la historia de la Humanidad, al haber no sólo terminado con las monarquías absolutas como principio, sino también dado paso a otra serie de instituciones que forman parte de nuestra sociedad moderna hasta hoy.
Una de estas instituciones fue la limitación del poder, a través de -sobre todo- el nacimiento del constitucionalismo moderno. La importancia de esto está en el sentido de que la Constitución política es la ley más importante dentro de la mayoría de nuestros países: cualquier ley que no sea la Constitución debe someterse a los principios que ésta dice.
Es tan importante la Constitución política para la vida de un país, que casi todos los países del mundo (con casos conocidos de excepción, como Inglaterra e Israel) tienen una Constitución como la base de sus instituciones, a través de la cual se organiza su vida política y jurídica.
Fue la muy famosa Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (generada en la Revolución francesa) la que estableció la base de lo que contiene una Constitución, especialmente en su artículo 16: “Toda sociedad en donde no estén garantizados los derechos, ni separados los poderes, carece de Constitución”; así, se establecieron las dos grandes partes de lo que tiene una Constitución: la “parte dogmática” (los derechos humanos y sus garantías, además de las finalidades del Estado), y la “parte orgánica” (cómo se organiza el Estado, con sus clásicos poderes -ejecutivo, legislativo y judicial-, que ayuden a hacer efectiva la parte dogmática). Sería nuestra Constitución de 1917 la que entregaría el tercer elemento que conforma qué contiene un texto constitucional: la “parte social”, los derechos que nos permiten un mayor bienestar en nuestra vida cotidiana, como el trabajo, la salud, la educación, la vivienda y un sistema de seguridad social que nos permita una vejez digna.
Este tema no se trata sólo de conocimiento de abogados o “expertos”, y tampoco se aleja de lo que es la realidad de la vida diaria de las personas. Hace poco más de tres semanas, hemos tenido noticias del fuerte estallido social desatado en Chile, que se demuestra con protestas que llevan cerca de 25 días. Se trata de un fenómeno sorprendente en un país que, hasta hace un mes, parecía tener una institucionalidad política y económica ejemplar, que había dado un eventual bienestar general a la población de dicho país: era el alumno perfecto de un modelo económico, el neoliberal, que parecía no estar en discusión.
Sin embargo, el estallido social demostró que el modelo económico e institucional chileno no sólo no podía servir como ejemplo al mundo, sino que tampoco para su población: como ejemplos, en temas de distribución de la riqueza, un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) reveló en 2017 que el 33% del ingreso que genera la economía chilena lo capta el 1% más rico de la población; el sistema de pensiones (muy parecido a nuestras AFORES) obliga a los trabajadores a depositar cada mes cerca del 12% de su sueldo en cuentas individuales manejadas por entidades privadas, para terminar recibiendo, en promedio, menos de la mitad de un salario mínimo mensual; en materia educacional, se permite que privados inviertan en este rubro, lo que ha generado que la educación superior tenga costos altísimos para su población (cerca de 180 mil pesos mexicanos al año por estudiante universitario, en instituciones públicas); en materia de salud, los trabajadores deben cotizar por lo menos el 7% de sus remuneraciones en planes de salud y pueden elegir entre hacerlo en el sistema público o privado, siendo el primero muy criticado por la mala atención en los hospitales y poca disponibilidad de citas, y el segundo por tratos abiertamente discriminatorios, sobre todo hacia los sectores más pobres.
Se trata de una base de políticas públicas cuya base se encuentra en la Constitución chilena vigente. Y, esta es, a su vez, una Constitución generada durante la dictadura cívico-militar de Pinochet (1973-1981). En 1980, la dictadura decidió institucionalizarse, y decidió dar apariencia de participación ciudadana para hacer aprobar un texto constitucional que, a su vez, consolidara tanto el modelo económico neoliberal como la democracia extremadamente restringida que pretendía para el futuro. Para ello, se convocó a un plebiscito sin registros electorales, sin partidos políticos aceptados, y con un claro desnivel entre la propaganda oficial (pro dictadura) y la de los partidos de oposición que podían expresarse en el contexto represivo. Aunque el resultado oficial fue ampliamente mayoritario para el proyecto impulsado por la dictadura, existe consenso en que tal aprobación se dio mediante un fraude.
Esta es la discusión principal que sacude hoy a Chile para resolver el estallido social más grande en las últimas cuatro décadas: una nueva Constitución. Como dijimos al principio, la Constitución política establece las bases políticas y sociales de cada país, y en el caso chileno sus bases fueron: un Estado subsidiario, que le da un excesivo predominio a los particulares y el mercado, con especial preponderancia en los temas sociales más sensibles de los cuales debiese participar el Estado (educación, salud, seguridad social); un debilitamiento a los derechos sociales, privilegiando a la propiedad privada como el derecho más importante; la imposibilidad de mayor participación ciudadana en mecanismos de consulta popular; los altos quórum (porcentaje de votos) que requiere la aprobación legislativa de reformas y derechos sociales; un preponderante protagonismo a las fuerzas armadas y la policía en el resguardo institucional dejado por la dictadura. Aunque en 2005 se produjo un proceso de sistematización a través de una eventual nueva Constitución, vía la actuación del poder legislativo, lo cierto es que sólo se modificaron algunas partes de la parte orgánica del texto original de la dictadura (por ejemplo, los senadores designados y vitalicios, y progresivamente el sistema electoral binominal y no proporcional), y no los de la parte dogmática, lo que mantiene los esquemas que generan, desde la institucionalidad, las desigualdades ya señaladas. Lo anterior ha generado una interpretación regresiva al Tribunal Constitucional (órgano de control constitucional independiente) en contra de las continuas demandas sociales, y la incapacidad de la propia institución de responder a dichas demandas.
Una nueva Constitución, generada en democracia (especialmente, a través del mecanismo de asamblea constituyente) y con alta participación de la población, además que contenga un contenido robusto en derechos sociales y una participación decidida del Estado que, respetando el rol que le corresponde al mercado, vea por el bienestar social, es el eje de las actuales demandas, se trata de la demanda más sentida del pueblo chileno en todo este estallido social. Se trata de un tema que se discute hace bastante tiempo, pero que ha sido retomado con fuerza en las recientes protestas para resolver el conflicto que actualmente vive el país sudamericano.
La evolución de la democracia nos demuestra históricamente que no es lo mismo tener instituciones generadas con legitimidad y aceptación de la ciudadanía, que hecha en condiciones dictatoriales y a espaldas de la ciudadanía. Y, asimismo, que un pacto social necesita una robusta igualdad social, generada en democracia y con la más amplia participación ciudadana.