El hoy Presidente de la República no necesita mucho, o más bien nada, para mantener vigente el discurso anticorrupción que ha esgrimido por casi dos décadas, y que en buena medida le ha permitido permear en el ánimo de la ciudadanía, cansada de observar prácticas nada éticas y reiteradas por parte de funcionarios y servidores públicos (no la mayoría) de administraciones federales precedentes, y sus réplicas estatales y municipales.
La estrategia se mantiene de forma sistemática con acciones de denuncia pública y jurídica contra ex integrantes de los poderes Ejecutivo y Legislativo (en cualquier orden y ámbito), además de líderes empresariales y sociales, supuestamente involucrados en actividades fuera de procedimiento y norma, que han derivado en enriquecimiento desmedido, o bien en la obtención de beneficios particulares directos o indirectos.
A los implicados anteriores se agrega un conjunto de ciudadanos que fungen como “gestores no autorizados”, para la realización de trámites y/u obtención de recursos, a cambio de porcentajes remunerados por su labor.
Lo anterior sin considerar aquellos dedicados al fraude y/o a la explotación de las necesidades colectivas, con un criterio estrictamente clientelar, que se genera por crisis económicas y desempleo.
Evidentemente, la existencia de todos ellos es resultado de las deficiencias y vulnerabilidades estructurales que muestran nuestras instituciones, tangibles en acciones que van desde la obtención de documentos oficiales, hasta la venta de plazas para ingreso laboral, pasando por muchos otros cómo licitaciones públicas, préstamos económicos de cualquier naturaleza, adquisición de bienes muebles, inmuebles y equipos, etc.
Medios de comunicación y redes sociales se han encargado de acompañar y exhibir todo tipo de denuncias e investigaciones en este rubro, proyectando un país plagado de flagelos, y evidentemente nada lejos de la realidad.
A los elementos anteriores debe sumarse la disputa territorial y operativa que mantienen grupos delictivos a nivel nacional y regional, y que entre otras cosas, continúa mostrando la incapacidad gubernamental para contener la violencia, la colusión, la coerción y el cohecho, obligado o no, de quienes se ven involucrados en ello.
A tres meses de iniciada la administración pública federal, se observan conductas y medidas incompletas, más bien discursivas y propagandísticas, orientadas a la aparente corrección de actos de corrupción añejos, particularmente en grandes corporativos paraestatales, sindicatos, gobiernos federal y estatales e instituciones privadas en diferentes rubros.
Al final del día encontramos vasta coincidencia o réplica generalizada en el proceder de la administración federal, entre las que sobresalen el recorte de personal, la restricción de presupuestos y el cierre de programas, cuyas repercusiones contribuyen presumiblemente al abatimiento de la corrupción, y al mismo tiempo a la consolidación de una imagen de gobierno transparente y austero.
No obstante, una perspectiva distinta advierte que las medidas tomadas hasta el momento son limitadas o paliativas, carentes de sustento, hasta jurídico, sin que exista la implementación de un verdadero sistema de gestión anticorrupción que consolide los dichos del Ejecutivo.
Esto es, las organizaciones públicas y privadas deben sin demora iniciar la formulación e implementación de sistemas, programas, procesos, protocolos, o sus equivalentes, para consolidar las iniciativas contra la corrupción, más allá de una mera renovación moral o relevo institucional que, lamentablemente, y bajo las condiciones actuales del país, podrían nuevamente desviarse a caminos no adecuados.
Cómo ha sido costumbre en nuestro país, aplicamos medidas reactivas o a ultranza, lejos de construir proyectos que de antemano consideren huecos o vacíos que acoten y neutralicen los riesgos de corrupción.
Hasta el momento lo más cercano que conozco a esa iniciativa es el Sistema de Gestión Antisoborno ISO 37001:2016, dedicado a la “implementación de medidas preventivas, procesos y acciones encaminadas a contrarrestar los actos de soborno que pudiera realizar cualquier integrante, socio comercial o inversionista dentro de una organización”.
Es importante mencionar que este sistema es complemento de políticas, normas, procesos, estrategias y acciones mayores dentro de un ente predeterminado, cuyo fin último puede ser la producción y/o distribución de cualquier bien; prestación y/o administración de bienes y/o servicios; y/o promoción o difusión de cualquiera de todos los anteriores.
Más allá de la construcción y aplicación de controles políticos, normativos y administrativos que abatan el soborno, y por ende la corrupción, este sistema debe contar con un sólido respaldo doctrinario, mediante modelos de capacitación especializado, dirigido a todos los integrantes de la organización, yendo desde un tronco común, hasta la consideración particular, a partir de procesos y procedimientos específicos.
Para aquellos que estiman o creen que los actos de corrupción se limitan a esferas administrativas y financieras, y que otro tipo de acciones caen en figuras jurídicas distintas, las herramientas de los sistemas antisoborno, en definitiva, ayudan a contener todo tipo de irregularidades.
El combate a la corrupción no sólo supone la prevención en la posible pérdida, desvío o mal uso de recursos; sino que nos permite considerar el contexto en el que se mueve toda organización o institución; el marco jurídico externo e interno bajo el que se rigen; apoya la consolidación de todos los rubros de planeación y calidad, y sobre todo permite el diseño e instrumentación de acciones para atender y, en su caso, enfrentar aquellos casos que se presenten y que puedan afectar los objetivos y actividades de las áreas involucradas, en cualquier sentido.
Bajo ese panorama, quienes damos seguimiento y estamos interesados en el desarrollo de estas estructuras, hoy por hoy observamos diversas contradicciones entre los dichos y los hechos planteados desde la cúpula gubernamental, a saber:
1. Será que las políticas que implementa el gobierno federal acaben siendo tan austeras que eliminen aquellas áreas dedicadas a la planeación y calidad organizacional, incluidas las que promoverán los modelos o sistemas anticorrupción.
2. Será que las instituciones replantearán sus estrategias para incluir en su agenda la construcción de los sistemas anticorrupción, por encima de otras iniciativas igual de sustantivas.
3. Será que a nivel interno las instituciones y empresas realizarán una cacería de brujas con el pretexto de desterrar a las manzanas podridas, sustituyendolas por otras igual de vulnerables en el mediano plazo, por no contar con referentes primarios que orienten su conducta para inhibir el flagelo.
4. Será que las instituciones y unidades administrativas dedicadas al combate a la corrupción acabarán siendo sólo un ornato, aplicando modelos de fiscalización similares a los que hoy realiza la Auditoría Superior de la Federación, la Contaduría Mayor de Hacienda, los organismos de transparencia, las instancias de función pública, visitadurías, comisiones de Derechos Humanos y otros promovidos por organizaciones civiles y no gubernamentales.
5. Lo más lamentable de este último punto es darnos cuenta del número de áreas enunciadas dedicadas a la vigilancia y fiscalización de los procesos y procedimientos técnico administrativos de las instancia en públicas y privadas, y tener que crear o adoptar nuevos sistemas de gestión que nos garanticen la contención y erradicación de prácticas desleales.
6. Lo ideal sería que las diferentes instancias de vigilancia no se dedicarán estrictamente a encontrar las irregularidades recurrentes en las empresas e instituciones, sino que participaran de manera conjura en la construcción de políticas y sistemas que realmente contribuyan al abatimiento de este mal, tan arraigado en nuestra comunidad y cultura.