Después de varias jornadas enfermo debido a los cambios del clima, de 5 a 6 días sin salir (por fortuna había comprado suficiente alimento antes de caer en cama y aún disfruté del beneficio de un caldito de pollo llevado por una amiga), decidí arrojarme a la calle e ir a esa esquina donde una familia vende tacos de carnitas los fines de semana (en otras esquinas se ofrecen barbacoa, mixiotes o quesadillas y demás garnachas), para embriagarme de la carne frita del pobre animal que tanto gozo culposo da a nuestro cerebro y paladar.

Nunca utilizo libretas de apuntes en exteriores, hago uso de la memoria, la recreación y acaso la imaginación para describir sucesos callejeros como este que sigue en una colonia de clase media de la Ciudad de México; acaso medio jodida, nada espectacular.

Antes de llegar a la esquina referida, escuché el ladrido de los perros que abundan en la ciudad con dueños desobligados, más bien sucios que se sientan, comen y duermen con sus “mascotas”; se dan de besos y lengüetazos, y conviven en casas y departamentos con su estiércol y sus meados. Muy cerca pasó el camión de la basura de la alcaldía dejando una amplia estela de malos humores demasiado humanos.

No tomo asiento cuando como solo. Tampoco bebo aguas o refrescos con los alimentos (otra cosa es el vino; pero ese es otro sitio y otra historia). Así que directo me aposté frente a la señora que fuerte trocea al cerdo en su tabla de madera. Y se precipitaron las palabras solicitando dos de oreja con costilla (el cartílago y su leve tronido, qué singularidad) y una gordita dorada que acompañaría, como todo mexicano estándar, con cebolla y cilantro crudos, alternando las salsas verdes y rojas y tal vez un poco de habanero; sin faltar el limón, por supuesto.

Apenas iniciaba la manducación del primer taco cuando 5 muchachos se aproximaron a la esquina; rondarían la veintena de años. Tomaron sitio, pidieron refrescos y ordenaron tacos, gorditas y quesadillas fritas de sesos o picadillo. Saludaron a los taqueros y a los clientes con el consabido “provecho” impertinente y fastidioso. Algunos parecían del barrio, otros, visitas. Después de las formalidades, cada cual se dedicó a “hincar el diente” a sus carnitas respectivas.

Algo en apariencia extraño flotó en el ambiente. Los jóvenes no hablaron de mujeres, ni de los problemas del barrio o la ciudad, de sus estudios o sus intereses vitales, de sus familiares o de sus planes de vida presentes o futuros; tampoco de libros o películas. Hablaron de violencia con tal fluidez que aun a mí me pareció natural; nada que sobrecogiera el ánimo de nadie.

Hablaron tecnicismos sobre armas de distintas potencias y calibres. De armamento mayor circulando por aquél o este otro barrio. De oferta, compra-venta de instrumentos de agresión. De balaceras en diversas zonas de la ciudad, de disparos al aire, de “camaradas” confrontados, heridos o aun muertos.

Yo continué mi degustación como si nada. Escuchando, pensando, imaginando. Decidiendo si escribiría sobre esta anécdota sucedida justo el día del histórico y jubiloso “Grito de la Independencia” 2019. Además de los ladridos de perros y ruidos de autos, se escuchaban “como telón de fondo” ya en el ambiente los “cuetes” del mediodía presagiando la noche festiva. Todos los clientes hablando de sus “ondas”. Éstos, de las armas y la violencia; aquellos, del Grito; otros, de los chismes de la zona o de sus queridas criaturas, los perros cagones. Todo con una apacible normalidad. Volví a considerar si escribiría sobre ese momento. No lo hice.

Dos o tres días después leí el tuit de alguien recomendando de manera excitada y exagerada un texto de Héctor de Mauleón, “La generación de la sangre” (El Universal; 16-09-19). Lo leí, y me devolvió a mi experiencia en el puesto de carnitas. El periodista cuenta su historia en un restaurante del famoso barrio de Gastown de la ciudad de Vancouver, Canadá; todos hablan de su famoso reloj de vapor (sé de fuente confiable el buen gusto de De Mauleón por pagar cuentas altas, como esa que registra alguna variedad del exquisito Macallan en la Ciudad de México; también conozco las referencias constantes de una amiga académica, habitante de Vancouver, sobre los altos costos de la ciudad). Restaurante donde, junto a su mesa ubicada frente a “un gran ventanal”, se sentaron 6 jóvenes mexicanos estudiantes de inglés –entre los 16 y 18 años- provenientes de varios Estados del país. Después de los saludos -“Dentro del país, los mexicanos podemos odiarnos. Afuera por lo general nos da gusto encontrarnos” (yo creo que las personas se quieren o se odian donde sea)-, la plática de los chicos fue sobrecogiendo cada vez más a De Mauleón y a sus co-comensales al grado de quedar callados “picando” como pájaros silenciosos de sus platos.

Quedó impresionado el periodista: “Había algo extraño. Aquellos muchachos no hablaron de chicas, ni de Vancouver ni de sus estudios, ni de sus familias, ni de su futuro. No hablaron de música, de libros, de series. Hablaron de violencia con una naturalidad que me pareció sobrecogedora”. Si quieren saber el desenlace del texto del articulista, arriba están los datos.

Al salir al aire fresco de la noche iluminada de Vancouver, imaginamos a los jóvenes de la “generación de la sangre” vivir felices mientras realizan sus estudios idiomáticos y gozan de la ciudad. En tanto, De Mauleón, de regreso al hotel y ya sin amigos al parecer, camina taciturno bajo la lluvia (ya había empezado a llover, como buen dramático final) todo sobrecogido por los muchachos que en ese buen restaurante hablaron “de la sangre y de la muerte”.