Palacio de La Moneda, 11 de septiembre de 1973: Los tanques apostados apuntando a las ventanas del presidente socialista Salvador Allende ocupan el espacio auditivo. Las instrucciones de soldados se gritan, intentando superar humanamente los estruendos de las máquinas de muerte. Aviones con movimientos bélicos sustituyen a las palomas de la paz. Cubierto sale el cadáver de Allende, el grande, el que se enfrentó a Nixon y sus estrategias crueles, el que estudió medicina y le importaba el pobre. Ese amigo de Castro y, sin embargo, amante de la paz. La presión internacional contra el socialismo pacífico que instauraba en Chile resultaba incómoda burla para Estados Unidos. Derrocarlo con un golpe de Estado (que tiene más de golpe que de Estado) era la única opción para no poner en riesgo la inversión de otros gobiernos y empresas en Chile.

Ante una dictadura dolorosa, vulgar e irrespetuosa, poco a poco las facciones de ultra derecha fueron apropiándose de los espacios burocráticos. A la caída del régimen había un sistema económico en crisis: muchos pobres, pocos ricos. Es la misma historia que en muchos lugares de América Latina. En México, por ejemplo, la dictadura duró más de 70 años. Con diferentes rostros pero un mismo espíritu opresor. Personajes de la izquierda fueron sentenciados al silencio de la clandestinidad y tomados como meros “teóricos” para reducir el impacto en sus declaraciones. Quienes no aceptaban  la obsecuencia oficial se atenían al exilio en el mundo de los muertos.

Esta transformación aparente de sistemas, de caudillos vueltos burócratas, ha tenido repercusión en la educación. Los chilenos exigen, por medio de una solidaria Federación Estudiantil, un derecho básico. Quieren educación gratuita. No planes de pago a futuro porque eso sería aceptar que las grandes empresas, evasoras profesionales de impuestos, tienen mayor importancia que los ciudadanos que pagan sus aranceles tributarios. Exigen lo ordinario y reciben represión extraordinaria: Uso indiscriminado de la fuerza para disolver manifestaciones, detenciones arbitrarias y sobre todo (pienso, lo peor), una sordera oficial que impide el diálogo real.

El movimiento mexicano #Yosoy132 ha tenido en su resistencia la característica de ser universitarios activos, con actitud crítica y se cuestiona la falta de apoyo a la educación, los niveles de rezago. A la lejanía se ven las jornadas alfabetizadoras de Vasconcelos, ahora tenemos una espantosa cabeza del sindicato de maestros que es movida por intereses financieros, no de vocación docente (o ¿acaso alguien ha presenciado una clase magistral dirigida por Elba Esther?). También tenemos a las mentes más brillantes al servicio de la lucha por los marginados, académicos y profesionistas se han integrado al movimiento estudiantil como señal de transformación nacional. Al igual que los chilenos, luchamos contra un sistema que prefiere estudiantes que paguen costosas colegiaturas para adquirir conocimientos técnicos a estudiantes que piensen por sí mismos y generen una dialéctica para el progreso.

Lo dijo Camila Vallejo en un discurso pronunciado en la UAM Xochimilco en México: “No somos jóvenes que han caído en la desmemoria”. Somos jóvenes, chilenos y mexicanos, hermanados por el dolor y por la esperanza de una mejor América Latina.