En días pasados, el Primer Ministro de Israel, dentro de la “nueva forma” de hacer política a través de Twitter, manifestó que le parecía una gran idea que Donald Trump erigiera un muro en la frontera con nuestro país, comentario por demás desafortunado que generó una avalancha de reacciones.
La propia comunidad judía en México se deslindó de las declaraciones realizadas por el Primer Ministro, y el gobierno de nuestro país exigió una explicación de dichos comentarios.
Netanyahu se ha negado a dar una disculpa y de forma por demás absurda ha señalado que él jamás habló de México, situación que no puede sostenerse a través de la más elemental lógica.
Sin duda, el Primer Ministro no quiere enemistarse con Trump, toda vez que los Estados Unidos han sido aliados de Israel y han apoyado situaciones que en otros casos se hubieran considerado violaciones flagrantes a los derechos humanos y es por ello que ha rehuido el disculparse con nosotros.
Esto me lleva a reflexionar acerca de la Libertad de Expresión.
La libertad de expresión es el derecho que toda persona tiene a expresar sus pensamientos, ideas u opiniones mediante la palabra, la escritura o cualquier otro medio de reproducción, como por ejemplo, a través de las redes sociales. Esta libertad está garantizada en la Constitución como derecho fundamental y guarda íntima relación con otras libertades, como la ideológica, pues, obviamente, con base en la libertad de expresión se formulan todo tipo de ideologías o creencias y se opina sobre las mismas, defendiéndolas o cuestionándolas.
El derecho a la libertad de expresión tiene su origen en la Revolución Francesa; su defensa, desarrollada entre otros por Montesquieu, Voltaire y Jean-Jacques Rousseau, estuvo inseparablemente unida a la de otros derechos, a fin de evitar la censura y permitir la libre difusión de las ideas. Es decir, la libertad de expresión ha sido consagrada como una de las libertades básicas desde los primeros triunfos de la democracia.
La libertad de expresión es, por consiguiente, la expresión suprema de la libertad, sin embargo, como cualquier otro derecho, debe ejercerse con responsabilidad y conlleva ciertas obligaciones. No se trata de un derecho obsoleto, ya que su límite aparece cuando se vulneran los derechos de otras personas. Así, el uso de ciertas palabras u opiniones puede atentar contra el derecho del honor, las creencias religiosas o la integridad moral de otros, también recogidos en la Constitución Española.
El derecho a la libertad de expresión también queda limitado y hasta excluido, cuando se hace uso de expresiones o comentarios que supongan una incitación al odio, injurias, calumnias, apología de la violencia, etc. En este momento, la libertad de expresión deja de ser un derecho y puede pasar a ser una infracción penal castigada por la justicia, pues no puede entenderse que quien hace uso de dicha libertad está autorizado para atropellar los derechos de otros miembros de la comunidad.
El uso de la libertad de expresión y sus límites es un asunto recurrente de estudio académico, sin conclusión sencilla, como siempre que se entra en el terreno en el que compiten derechos.
Hay dos aspectos que no se han tenido suficientemente en cuenta en el debate actual: por un lado, la diferencia entre libertad de expresión y la provocación premeditada.
El primero es el ángulo más espinoso. Cuando se matiza sobre el uso de un derecho tan fundamental se corre riesgo de abrir una rendija a su restricción injustificada.
La libertad, tal como es descrita, es para “expresar”, no para provocar. Obviamente, una persona que te pare en la calle y te llame “hijo de puta” no está ejerciendo ningún derecho protegido constitucionalmente. El periodista Anthony Lewis, famoso por su defensa a ultranza de la libertad de expresión frente a las presiones políticas, ha dicho que “si el resultado de su uso fuese la violencia, y esa violencia fuese provocada, entonces tendría el valor de un acto criminal”. Claro que también puede generar violencia el grito de ¡Viva México! en Washington, pero es dudoso que alguien busque con esa proclamación ser golpeado, marginado o perseguido. Es ahí, donde la ley tiene que proteger al ciudadano.
Sin embargo, la opinión debe ser ejercida dentro de un marco de responsabilidad, pues quien tiene en sus manos la manifestación de sus pensamientos debe poseer también claridad sobre las eventuales consecuencias que, por afectación a la moral, el orden público o a terceros, se puedan generar.
No cabe duda que el Primer Ministro de Israel se extralimitó con sus comentarios respecto de la edificación del muro, y ha caído en la trampa de sus propias declaraciones, porque no puede ofrecer personalmente disculpas por temor a Trump, pero tampoco puede darse el lujo de no resarcir la ofensa que nos hizo a todos los mexicanos.
Quisiera hacer mención, de la curiosa época en la que se pagaba a los periodistas por ir a la cárcel. Tras la restauración de los Borbones en la corona de España, en la persona de Alfonso XII, Práxedes Mateo Sagasta funda en 1880 el Partido Liberal, partido que junto al Partido Conservador de Cánovas del Castillo constituiría el sistema bipartidista con alternancia en el gobierno que caracterizaría a la Restauración española durante el tramo final del siglo XIX y la primera parte del siglo XX.
Con la llegada de Sagasta al poder en 1881, se deroga la Ley de Imprenta de enero de 1879 y se aprueba la Ley de Policía de Imprenta en 1883. En esta nueva ley, liberal y basada en el principio de libertad de expresión, se simplifican los requisitos de autorización de nuevas publicaciones, la representación de la prensa ante los Tribunales y las Autoridades corresponde ahora al Director (quedando derogada la representación del fundador o propietario), los responsables de juzgar los delitos cometidos a través de la imprenta son los Tribunales ordinarios siguiendo los preceptos del Código Penal (desaparecen los delitos de imprenta y los fiscales y Tribunales especiales).
En este nuevo marco jurídico se crea la figura del director de paja. Existe el director real y el ficticio, o de paja, cuya misión era asumir las responsabilidades penales ante las posibles denuncias como representante del periódico.
En el periódico La Veu de Catalunya (La voz de Cataluña), publicado en Barcelona desde el 1 de enero de 1899 hasta el 8 de enero de 1937, también tenían su director de paja. Según su contrato, estas eran sus retribuciones:
200 pesetas/mes por director ficticio (de paja)
25 pesetas/al día como dieta por cada día en la cárcel en atribución de sus funciones como director ficticio.