Las opciones que se están armando para el año electoral aún no logran perfilase. Fuera de AMLO y de otros precandidatos que quieren convencernos de que son los mejores, el panorama se muestra difuso. Mientras esperamos la llegada del otoño para ir conociendo más, la pausa veraniega nos da margen para pasar revista a algunos temas fundamentales que, declarados o no, se plantearán en la contienda electoral de 2018.

México no es tan distinto a los demás, ni está tan lejos del resto del mundo. Todo lo que en él sucede nos afecta.

Mirando en torno, los signos que reconocemos parecen indicar que nos encontramos ya inmersos en un nuevo ciclo histórico. Lo anuncian los avances de la ciencia y tecnología, pero también los movimientos sociales. Fenómenos como la digitalización, el ocaso de los combustibles fósiles ante el auge de las energías renovables, y la incipiente robotización de la industria producirán en las próximas décadas cambios en el modelo productivo cuyo alcance social no podemos predecir. Si a ello sumamos los retos planteados por el cambio climático y el auge de los movimientos migratorios, tenemos buena razón para preocuparnos. En este contexto, observamos que en la sociedad globalizada, se perdieron ya las viejas utopías. Con el desarme de las ideologías, la política ha dejado de ser inspiradora de la vida social, y más bien parece que seguirá los impulsos que la propia sociedad genere.

No obstante, el clima de incertidumbre fruto de los desajustes de la globalización y la permeabilidad de las fronteras, ha producido en todas las latitudes un rebrote de discursos identitarios, simplificadores y regresivos. Una suerte de insurrección populista contra lo establecido y de reclusión nacionalista sostenida sobre valores como la raza, los credos religiosos y las costumbres. Todo ello con un consiguiente refuerzo del principio de autoridad en lo que ha dado en llamarse “democracia liberal”, un fenómeno que implica el vaciado de las instituciones y su captación por parte del poder ejecutivo con la anuencia de un sector importante, a veces incluso mayoritario, de la población.

Junto a ello puede constatarse el desgaste de los partidos tradicionales y la pujanza de opciones transversales, algo que el presidente francés Emmanuel Macron ha expresado de modo gráfico afirmando ser de izquierdas y de derechas a la vez. La tradicional dicotomía entre una y otra opciones ha quedado sustituida por criterios generacionales, socioeconómicos, y por el nivel de formación de los electores.  En términos generales podemos observar un creciente desprestigio de la clase política y su consecuente divorcio de la sociedad y además, aquí en México, el muy patente distanciamiento entre las élites partidistas y el sentir de las bases.

También parece que en México nos encontremos ante el fin de un ciclo histórico protagonizado por el poder hegemónico del PRI.  Probablemente nunca antes haya sido mayor el sentimiento de urgencia ante un proceso electoral: Más aquí que en otras latitudes, tenemos la percepción de encontrarnos ante un momento crucial de nuestra historia. La casi centenaria gestión del PRI ha resultado en un crecimiento desordenado, sin modelo económico definido, sin un proyecto de sociedad. Ahora, con los grandes retos del siglo en puerta, nos encontramos con un país improvisado y disfuncional. México avanza cojeando al encuentro con la historia. No será fácil conseguir que el pueblo mexicano vuelva a creer en la política, si es que alguna vez creyó, y se involucre más en la cosa pública. Sin conciencia ciudadana no es posible prosperar. ¿Qué hacer, pues, para revertir esas tendencias? El gobierno que surja de las urnas tendrá que dar respuesta a estas cuestiones esenciales. El país necesita un cambio de clima político y social.

 La esperanza de que las reformas inaugurales del mandato de Peña Nieto pudieran traer una mejora de la vida se ha disipado. El repunte de la violencia ha alcanzado cotas no superadas en el pasado, y a corto plazo no se ve salida a esta situación. Si bien se han hecho progresos en materia de transparencia y en el combate a la corrupción, la percepción generalizada es de encontrarnos ante un estado inerme ante la impunidad del crimen organizado, incapaz de controlar a sus propios servidores y de garantizar justicia y seguridad para los ciudadanos. De ello resulta su visceral desconfianza hacia las instituciones. Cualquier salida a esta lamentable situación será lenta y demandará firmeza y constancia. 

Por consiguiente, la modernización del estado y del sistema productivo es una impostergable tarea que habrá de acometer el gobierno entrante.

La reforma energética promovida por el actual gobierno no ha producido los rendimientos esperados, más bien ha dejado una huella de depresión en las regiones petroleras. La privatización indiscriminada de los recursos naturales del país ha demostrado encontrarse en la misma banda ideológica que el crecimiento sin dimensión social. Un desarrollo sostenible solo será posible invirtiendo en innovación. Sin embargo, el sector está desatendido. Hace días denunciaba La Jornada el elevado nivel de desempleo entre personas formadas en el campo de la ciencia y la tecnología, con solo un 1.1% de doctorados activos en el sector. La sociedad mexicana no genera oportunidades de acuerdo con el grado de formación de las nuevas generaciones. En consecuencia, muchos científicos y técnicos han optado por emigrar en busca de oportunidades, lo que representa una sangría de inteligencia que el país no puede permitirse. Como tampoco puede permitirse, en vista de sus extraordinarias posibilidades, permanecer en una situación de dependencia exterior para el abastecimiento alimentario de la población. México requiere una política agraria razonable. ¿Por qué y a qué esperamos? ¿Cómo corregir las causas y efectos de estos problemas?

Quienes gobiernen durante el próximo sexenio deberán acometer medidas que conduzcan a la reducción de la deuda y de la inflación, y promover una reforma el sistema tributario, que se ha revelado incapaz de corregir la sangrante desigualdad que padece la sociedad mexicana. Sin estas premisas tampoco es realista esperar que el país transite por la senda del desarrollo. Cuando, según datos del CONEVAL, un 1% de la población acumula un tercio de la riqueza nacional con un incremento que cuadruplica el crecimiento de la economía, mientras que el nivel de los salarios permanece estancado desde la firma del TLCAN hace veinte años, hemos de preguntarnos qué nos pasa. Esto no es admisible, como no lo es que las exportaciones se sustenten de hecho sobre la precariedad de la retribución del trabajo y que el salario mínimo esté por debajo del índice de pobreza. De este modo no es posible esperar una mejora sustancial del consumo interno y la expansión del sistema productivo. Por si fuera poco, más de la mitad de la población se desenvuelve en una economía paralela, ajena al pago de impuestos. ¿Cómo generar con estos precedentes los recursos necesarios para invertir en infraestructura y gasto social?  La inminente renegociación del TLCAN debería concebirse como una oportunidad para corregir estas anomalías. Con este magro balance tampoco es de extrañar que una parte sustancial del crecimiento económico -una cuarta parte en 2016- se sostenga sobre el flujo de remesas, riqueza no generada en el país y principal fuente de divisas en la actualidad. Esta situación provoca sonrojo, si recordamos que los migrantes, más de un 10% de la población, son compatriotas a los que este país no dio la oportunidad de llevar una vida digna y tampoco recompensa por los bienes que aportan. Lo que presenciamos no es sino un sancionamiento de la pobreza como elemento constitutivo del sistema; solo crecer no basta, hace falta más: esto no puede seguir así. Por eso urge preguntarse en qué modelo de sociedad vivimos y en cuál queremos vivir. La solución a la mayor lacra del país, que es la exclusión social, origen y causa de la violencia, nunca podrá alcanzarse si no es corrigiendo estos males endémicos.

La sociedad, a través de instituciones, de los medios de comunicación y redes sociales, debe exigir a los candidatos que respondan en profundidad a estas cuestiones. Sean cual fueren sus siglas o ideología, los contendientes deberían explicarnos sus propuestas en un debate serio y razonado.

Reconstruir el edificio de la sociedad desde sus cimientos será un trabajo lento de baja rentabilidad política que requiere generosidad y sentido de la historia, un trabajo que, parafraseando la famosa sentencia de Churchill, no demanda políticos que solo ven la elección como objetivo, sino estadistas que contemplan el destino de las próximas generaciones.