Una visión simplista y acotada sugeriría que la detención casual de un presunto hijo de Joaquín Guzmán Loera debía ser llevada hasta sus últimas consecuencias sin tomar en cuenta la integridad y la vida de cientos de personas que esa decisión hubiera traído consigo. Es verdad que el Estado tiene el monopolio de la fuerza como principio, pero también lo es que no puede cumplir mecánicamente esa atribución sin considerar lo más importante: el bienestar de la población, razón que explica la existencia del Estado como figura contractual y normativa.

El caso de Culiacán ayer no fue producto de una estrategia de inteligencia y un operativo planeado para maximizar resultados y minimizar daños colaterales, en el combate al crimen organizado. Se trató de un encuentro fortuito donde había dos valores que ponderar: La captura a toda costa de un presunto narcotraficante o proteger la vida de muchos gobernados. El sentido común aconsejó (y qué bueno que no fue el menos común de los sentidos) que la captura de un presunto delincuente puede llevarse a cabo después, pero es imposible recuperar las vidas perdidas o las afectaciones significativas a la integridad personal que pudieron haber ocurrido donde los minutos eran de importancia capital en un escenario de esa naturaleza.

El presidente Andrés Manuel López Obrador pudo haber optado por la muerte, pero prefirió decidir por la vida. Y qué bueno que no cayó en esa tentación autoritaria. Sus detractores ya anuncian por interés en que este gobierno falle, que debió sacrificar las vidas que fueran necesarias con tal de quedar bien ante un sector de la opinión pública que, sin embargo, en cualquier escenario va tirar a matar metafóricamente hablando al gobierno federal. La decisión tomada por el presidente paradójicamente es una muestra clara de que lo que se busca es un Estado de Paz donde un baño masivo de sangre como el exigido por los detractores de AMLO hubiera hecho que el gobierno de la 4T siguiera, sin querer, el camino fallido optado por Felipe Calderón cuyos resultados están a la vista de todos y nadie quiere repetir esa ruta que tanto le ha costado al país.

Por el contrario, esta difícil decisión de liberar al presunto delincuente acerca las probabilidades reales de poner en práctica una política pública de justicia transicional como vía para recuperar la paz perdida desde tiempo atrás profundizada a partir del 2006. Ese gesto presidencial es, contra lo que argumentan los enemigos del nuevo régimen, una muestra clara de que la paz sólo será posible con el concurso de todos los involucrados que han perdido la confianza en las autoridades ante el engaño recurrente que hasta hoy gozaba de cabal salud. Hay que entender las cosas en su justa dimensión. Es falso que un cartel del crimen tenga mayor capacidad de fuego e infraestructura que las fuerzas armadas mexicanas. Lo que significa esta decisión presidencial es un punto de quiebre a esa estrategia de muerte a toda costa aplicada hasta la administración pasada y demuestra, con hechos puntuales, que hay un cambio de régimen y una reforma de procesar la búsqueda de un Estado de Paz duradero que México reclama.

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