A raíz de unas elecciones abiertamente manipuladas por medios de comunicación y llenas de souvenirs corruptos cabe preguntarnos por la validez de aceptar el resultado, sea cual sea. Me explico: muchos opinan que sería mejor aceptar la imposición de Peña Nieto, trabajar por un mejor futuro (desde nuestra realidad personal) y proyectar la izquierda en el poder hasta el 2018. A estas personas, con mentalidad mediocre y derrotista, les llamo mexicanitos. ¿Por qué? Por la simple razón de compartir la Patria pero no la lucha. No es cuestión de apoyar o no a Andrés Manuel, es cerrarse a aceptar un proceso (si bien será difícil que se acepten las pruebas de fraude, hay evidencia popular suficiente) plagado de influencia mediática. Hubo corrupción y negarlo sería un acto de complicidad.

 

La indiferencia es complicidad, no podemos aceptar (como Mexicanos, así, con mayúscula) que a raíz de procurar la paz social tengamos que dejarnos humillar por los poderes ficticios (recordemos que nosotros damos poder a las figuras de autoridad, no viceversa). Ya en el 88, uno de los principales traidores Fernández de Cevallos, propuso la destrucción de las boletas electorales para (supuestamente) zanjar el problema (de otro mega fraude) y seguir con el progreso del país. Todos esos mexicanitos tienen mi compasión pero no mi amistad; vivimos en una nación de agonía institucional, negar que las cosas andan en crisis es negar nuestra esencia basada en la resistencia al mal. 

 

Lo dice bien Octavio Paz en el ensayo "El desarrollo y otros espejismos": "La sordera del PRI aumenta en proporción directa al aumento del clamor popular". La opción es clara, rendirse es renunciar a la ciudadanía y a la voz que hemos logrado históricamente; renunciar, es abrazar a la muerte más terrible porque es casi voluntaria, rendirse es ceder al suicidio de los ideales.