Cuando era aspirante a la presidencia de la república, una de las fortalezas de Andrés Manuel López Obrador era su olfato para identificar las oportunidades políticas que permitieran remarcar su historia de campaña, la del país destrozado por la pobreza y por la corrupción, por la ineptitud y la indolencia, que él ofrecía cambiar si se le daba la oportunidad de llegar a Palacio Nacional.

Apoyado por los resentimientos de muchos y también por el genuino interés de otros para que las cosas se transformaran para bien en el país, López Obrador encontró verdaderos filones de oro en la ambición desmedida de la clase política gobernante, un grupo tan preparado profesionalmente como rapaz con el presupuesto, que le sirvieron para consolidarse como la opción del cambio a la vista de los ciudadanos.

Explotando asuntos reales y complementando la realidad con percepción creada exprofeso y a modo para consolidar la idea generalizada de que México era una nación con un futuro inviable si se mantenía el modelo político y económico otros seis años –como la genial mentira de que los corruptos priistas y panistas se robaban 500 mil millones de pesos del presupuesto cada año–, López Obrador hizo posible su sueño y llegó a la primera magistratura de la nación con la carga y con el compromiso de cambio.

Los primeros meses de López Obrador fueron perfilando que no estabamos ante un cambio de sexenio sino ante un cambio de régimen, una transformación radical que tomó de sorpresas a muchos que en determinados momentos de la campaña se preocuparon porque el PRI y sobre todo el PAN, decían que si ganaba el representante de Morena ibamos a estar más cerca aspiracionalmente de Venezuela, que de nuestro referente de crecimiento y progreso histórico, que ha sido Estados Unidos.

Para tranquilizar aquellos temores, operaron muy bien en la sociedad muchos personajes claves, entre ellos actores y empresarios. Algunos de ellos se han arrepentido al ver que en el afán de cambiar, no se cuidó lo bueno y que funcionaba y se barrió con todo lo que olía a “viejo régimen”, entre otros temas, el Seguro Popular y los recursos para el cine y para la cultura. Ahora hay muchos arrepentidos en las filas de artistas e intelectuales, que cuestionan que la austeridad se haya convertido en la muerte segura, por “austericidio”, de cosas que había que corregir, mejorar, no desaparecer.

En términos generales, la mayoría de los mexicanos vieron con buenos ojos que al asumir la presidencia, López Obrador reiterara lo que ha sido una genuina preocupación a lo largo de su carrera política desde su natal Tabasco, en los años ochentas: los pobres. Es un acto de justicia elemental en un país con tantas desigualdades, ofrecer que los pobres no sólo tengan un mejor trato desde el gobierno sino que sean la prioridad.

Sin embargo, el problema se ha presentado en la instrumentación de los objetivos. El gobierno está operando para ayudar a los pobres desde una perspectiva populista, que considera a los grupos sociales más desprotegidos como personas a las que hay que mantener y no como potenciales emprendedores que puedan generar riqueza e ingresos para sus familias y su país.

El asistencialismo del gobierno de López Obrador aunado a su necedad por construir obras espectaculares a las que les otorga poderes de recuperacion económica y de generación de bienestar, como el tren maya, la refinería y el aeropuerto de Santa Lucía, estaban cuestionados desde antes de que empezaramos a vivir la situación de contingencia por el coronavirus y ahora su viabilidad es cero por la crisis económica que amenaza con ser la más grave en la historia moderna del país, con un desplome en el Producto Interno Bruto que hasta el Banco de México estima en 7 por ciento.

Aunado a lo anterior, se encuentra Pemex. El presidente le asigna a la empresa fundamental el papel que se le asignaba en los años setentas, el de ser la palanca para el desarrollo y el bienestar del pueblo de México, pero la realidad dicta otra cosa: primero, las pérdidas de la empresa, es decir, el dinero público que López Obrador le ha invertido en lo que va del sexenio y que no vamos a recuperar, asciende a 1.3 billones de pesos, y segundo, los precios del crudo están literalmente en el subsuelo.

¿Qué debería hacer un presidente ante una nueva realidad nacional y global? Esta preguna parece que no se la han hecho en el gobierno, y lo que estamos viendo es que la respuesta a las nuevas condiciones, es más de lo mismo que estabamos viendo cuando la situación era normal.

El presidente concentra presupuestos y ahorros para destinarlos no al rescate de las empresas, sino de quienes potencialmente puedan favorecer la imagen de su gobierno, como son aquellas personas con actividades en la economía informal y los propios beneficiarios de programas sociales, que van a aumentar en número y en recursos con la idea de que si esa sector de la población recibe su dinero (dinero que es de todos) de forma anticipada en estas semanas, va a poder reactivarse la economía. El pensamiento que impulsa esa lógica es evidentemente corto, insuficiente e insostenible.

En esta lógica de insuficiencia se inscribe el anuncio de crear un millón de empleos en nueve meses de 2020. Si las cosas estuvieran haciendose, si el objetivo fuera real y medible, a un mes de anunciado, se habrían creado ya 111 mil de estas nuevas fuentes de trabajo pero la realidad aceptada por la propia Secretaría de Economía es que entre marzo y abril se han perdido 700 mil fuentes de empleo. El gobierno no puede gobernar con mentiras y con demagogias, con anuncios para crear percepción. Tiene que aceptar que la crisis no se va a resolver ni con estampitas ni con populismo, ni con mejoralitos, y que el tiempo para hacer ajustes, apremia.