Estos días han sido muy valiosos. He descubierto el sabor de las despedidas. Cada una de ellas ha sido diferente, pero todas explosivas y significativas.

Decir adiós nunca es fácil, aunque se trate de una ausencia de breve tiempo. Las despedidas son comúnmente torpes, incómodas y dolorosas. Con poca frecuencia se revelan verdades que liberan y es que decir adiós implica una última oportunidad para serte honesto, para hacer las paces y abrazar. También sirve para reunirte con los que quieres, reír, beber, recordar y prepararse para extrañar.

La despedida más dolorosa sin duda, es la que no puedes hacer. En la que no intervienes. Es esa despedida en la que piensas una y otra vez todo lo que le dirías a quien se va, pero ya es demasiado tarde. Todas las personas merecemos una segunda oportunidad ¿cierto? Jamás lo sabré.

La despedida de un amor inviable, pero al fin amor. Cargada de furia, desasosiego y frustración. Dolor de lo que pudo ser y no, nunca más. Esa despedida incluye los paisajes y locaciones del enamoramiento; la narración del descuido, la llegada del aburrimiento y la soledad, el grito ahogado para no perderse, las disculpas tardías y la falta de valor para aceptar los errores. Una despedida amable y que trajo paz.

La despedida de los amigos. Mi favorita. Mucho alcohol y charla de por medio. Hay poca tristeza en el fondo y abundan las risas, todos brindan muy buenos consejos y recomendaciones. Los mejores, te ayudan.

La despedida en el silencio.

Poco o nada se dice del día de la partida, pero sabes que te desea un buen viaje y que te extrañará, quizá como ningún otro. En esta despedida no hay abrazos, porque serían muy dolorosos, porque sería posible arrepentirse de última hora y no subir a ese avión. Es una despedida en el silencio porque quien se va y queda ya se lo han dicho todo, se comunican sin palabras, se saben tan ciertos de lo que siente el uno por el otro.

La despedida de tus raíces. Por supuesto se trata de la familia y de amistades que se han convertido en familia. En esta ocasión se trata de una despedida dulce, en el que se confirma como siempre mucho apoyo y soporte. La familia es el lugar para guardarse en la tempestad, tomar fuerzas y volver a andar. Es una despedida cotidiana, para alguien que se ha ido y vuelto  en al menos, una veintena de ocasiones.

En esta última despedida, también incluyo a los espacios, los hábitos, las diminutas y gratas costumbres que deja la rutina. Mi pequeño departamento, el café negro y caliente por la mañana, el sonoro silencio en mi habitación, las mañanas para correr, mis libros y plantas. Mi desorden, los trastes sin lavar, la ropa sin planchar.

Decir adiós es para no volver, o al menos de eso tratan las despedidas. En este caso no sé qué me depare por delante. Lo que sí, espero la llegada de una poderosa epifanía que me ayude a definir el sentido de mi vida.

Nuevamente mis despedidas más amargas se dan en un aeropuerto, al pie del acceso para ingresar. Abrazos, lágrimas, besos y un ticket de abordar en la mano.