El Presidente de la República hizo una declaración, desde el inicio del sexenio, que luego pudimos encontrar recogida en el Plan Nacional de Desarrollo: dijo que el Estado debía de pasar a ser un garante de derechos, en lugar de un gestor de oportunidades. Esto ha dado lugar a cierta controversia entre los economistas y estudiosos de las políticas públicas, y creo que vale la pena hacer una interpretación aclaratoria.

La posición que algunos detractores han adoptado, queriendo ver en esta declaración una confrontación del Estado con la esfera productiva, con el ámbito privado, me parece errónea. Desde una perspectiva de Estado Democrático Constitucional, las esferas pública y privada deben estar claramente delimitadas y, respecto de la segunda, las autoridades deben ser profundamente respetuosas. De hecho, eso es lo que está en el fondo de que en derecho privado (civil, mercantil) impere el principio de que todo lo que no está prohibido está permitido; mientras que en el derecho público (todo aquel que regula la actividad del Estado), una autoridad determinada sólo puede hacer aquello que le está expresamente autorizado por la norma. Así, la columna vertebral del respeto entre las dos esferas, y del reconocimiento del ámbito privado como esencial para la vida social, no está en una política económica, sino en la existencia de una Constitución de derechos como norma fundante. Este es el caso de México, y lo ha sido sin importar la ideología expresa o tácita que hayan tenido los distintos gobiernos a partir de 1917.

Lo que está en el debate no es un intento, ni expreso ni velado, de cambiar el modelo de producción o el reconocimiento de la participación privada como clave para el desarrollo; eso se sigue dando por hecho. El esfuerzo que hizo el gobierno federal para resolver el tema de la amenaza arancelaria a México en días pasados, es una prueba del interés que hay, en acciones y no en palabras, por mantener una estrategia de fronteras abiertas y multilateralismo económico. Por cierto, cuando conduce la política exterior mexicana, el gobierno actúa como autoridad nacional, más que federal, y por ello es asunto que incumbe a todos los órdenes de gobierno.

Lo que este cambio de paradigma pretende, si analizamos cuidadosamente los objetivos, medios y hasta el lenguaje, es pasar de un esquema de economía deshumanizada, a uno incluyente, donde los beneficios de la riqueza que pueda crearse se repartan entre un mayor número; que haya desarrollo y no sólo crecimiento, bienestar y no sólo productividad, pues. En este sentido, México es más una tendencia que una anomalía, pues en todo el mundo, al menos durante los pasados 15 años, los gobiernos entrantes han tratado de reivindicar la potestad de dirigir la política económica, que durante décadas quedó en manos de organismos internacionales o instituciones privadas, con resultados que son por lo menos discutibles en el rubro de crecimiento, y francamente decepcionantes en el rubro de concentración de riqueza.

El modelo económico neoliberal ha dejado una enorme deuda social en todo el mundo, y las sociedades, incluso las más liberales, han votado por cambios radicales. Minucias teóricas aparte, lo que muchos gobiernos instrumentaron durante varias décadas fue una estrategia de creación de riqueza sin establecer parámetros mínimos de su distribución y de su destino; el Estado, entonces, renunció a la potestad - obligación de la rectoría económica, sin que se hayan obtenido resultados dignos de replicar por más generaciones. No era raro tampoco, incluso en los países europeos, que los grupos de interés económico diseñaran y cabildearan la aprobación de un orden normativo e institucional que derivó, al final, en que los entes regulados decidían quién y qué tanto eran vigilados.

En este contexto, el gobierno debe ser un garante de derechos, porque entre estos están los derechos humanos sociales, económicos y culturales, y en ese parámetro completo, de universalidad, interdependencia y progresía de todos ellos, se incluye la responsabilidad del poder público de crear las condiciones adecuadas para que el comercio, la industria y la actividad laboral en todas sus manifestaciones lícitas puedan articularse y crecer con las seguridades económicas y jurídicas mínimas.

Al ser garante de derechos, el Estado, en suma, se vuelve un gestor de oportunidades, pero de todos, y no sólo de unos cuántos. Es esta generalización de las oportunidades vitales, de papel emancipador del Estado para ayudar a las personas a tener una vida buena (como dice Boaventura de Sousa Santos) lo que está en el horizonte de los gobiernos progresistas, y de las sociedades que les han depositado su confianza. Son entonces las oportunidades selectivas, y faltas de ética, las que, desde mi perspectiva, el nuevo paradigma quiere desterrar del sistema político mexicano. Y son buenas noticias.