Estos días, la felicidad y la tristeza han estado muy presentes en la conversación pública, a propósito de los dichos y los hechos del Presidente Andrés Manuel López Obrador y de las muertes de Celso Piña y Francisco Toledo.

López Obrador proclama la felicidad como estado general de la República y las encuestas sobre el tema, la del INEGI entre ellas, le dan la razón: la mayoría de los mexicanos están felices. Quién sabe si están felices con o por él, si la felicidad obedezca a que él sea Presidente, porque, como dijo Nietzsche, la felicidad personal y la historia rara vez coinciden.

En las encuestas sobre popularidad, AMLO está en las nubes, una gran mayoría lo adora. Pero ocurre un fenómeno curioso: cuando se pregunta sobre las acciones específicas de su gobierno, tales como combate a la corrupción, seguridad, educación, crecimiento económico, etcétera, la percepción de la gente es que no se avanza nada respecto a gobiernos anteriores.

¿A qué obedece esa bipolaridad? Creo que la gente, la mayoría de la gente, está feliz de que López Obrador sea Presidente, también creo que ese no es el único ni el principal motivo de la felicidad; pero el solo hecho de verlo en la silla presidencial alegra a la gente que, durante décadas, se sintió excluida y ultrajada por el régimen. No importa si la economía no crece o si la violencia criminal sube, AMLO es adorado y su presencia en Palacio Nacional es como la estación final y feliz de la tierra prometida.

Tal vez así se mantenga la percepción popular sobre López Obrador, pase lo que pase con su gobierno. Podría incluso darse una gran paradoja política: que la economía se estanque, el desempleo crezca, la violencia escale, la democracia sufra, los servicios se deterioren, pero sin que ello agravie a la gente contra AMLO, que sigan culpando al antiguo régimen de todos los males.

Entonces, la tristeza pública aparece ocasionalmente y por otros lados, como con la muerte de Celso Piña. El Rebelde del Acordeón llenó de alegría a la banda urbana con su cumbia norteña, cholos y fifís bailaron con su mezcla de cumbia colombiana y ritmos urbanos del centro y norte del país. El gran Gabriel García Márquez bailó con la música de Celso. Celso Piña era raza, banda, pana, por eso la gente que conoció su música lloró un poco, por eso México se puso un poco triste con su partida.

Francisco Toledo también aporta montañas de tristeza al momento mexicano, como para matizar la felicidad que presume López Obrador, mucha felicidad puede ser también mortal. El gran pintor zapoteco llenó de alegría las telas de la imaginación exuberante, pobló con los colores más rebeldes el corazón del arte mexicano, que, cuando es excelso, solo puede ser arte popular. Con la muerte del máximo pintor de las últimas décadas, lloran las comunidades indígenas de Oaxaca, pierden los indígenas de todo el país a un hermano que combinaba el color de la tierra con la belleza avasalladora del paisaje voluptuoso del México profundo.

La felicidad que presume AMLO es verdadera y original, en buena medida esa felicidad de los mexicanos se deba a que él llegó a la Presidencia, un Presidente que comparte con Celso Piña y Francisco Toledo el arraigo y el origen popular auténticos.

Pero AMLO debe ser cauto, porque a diferencia de Celso y Toledo, quienes solo podían hacer el bien para el alma, solo podían alimentar nuestra sensualidad, el Presidente puede, si falla en su mandato, provocar grandes males al país y a la gente que lo quiere tanto. La dialéctica de la felicidad y la tristeza alumbra la vida humana, por lo tanto, también fortalece nuestra capacidad de gozar y sufrir. Los dos artistas populares ya se fueron entre el llanto y la honra popular.

Pero López Obrador debe honrar la felicidad de los mexicanos, evitar ser factor de cualquier tristeza, porque si falla, si deja que sus colaboradores fallen como están fallando en muchos casos, tal vez la gente que hoy lo ama lo siga amando, pero la decepción, la desesperanza y el rencor crecerán como venenosas hidras en el alma nacional que ya no tendrán, para mitigar la tristeza, ni el acordeón de Celso ni el pincel de Toledo.