Los candidatos a ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que comparecieron la semana pasada en el Senado para sustituir a Juan Silva Meza y a Olga Sánchez Cordero están para llorar.

El coordinador parlamentario del PRD, Miguel Barbosa, lamentó “el bajo perfil” de los aspirantes. Y agregó: “La vida institucional de México no está bien”.

Y no está bien porque no se toman las decisiones para que esté mejor.

Así como las ternas no deben ser producto de “cuotas ni cuates”, tampoco resultado de la mediocridad. La calidad de los candidatos debió corresponder no sólo a la importancia que tiene el Poder Judicial en la vida constitucional de una nación, sino a la crisis del sistema jurídico que existe en este momento en el país.

¿Por qué nadie fue a tocar las puertas de la UNAM para saber lo que hay ahí? ¿Por qué no se hizo un repaso de las asociaciones en las que se encuentran los abogados y estudiosos de la Constitución más experimentados?

¿Por qué su selección sigue atada, como en el caso de los consejeros electorales, al reparto de cuotas entre los partidos políticos?

El artículo 95 de la Carta Magna, que contiene los requisitos para ser ministro de la Corte, fue leído por quienes propusieron las dos ternas muy a la ligera. Más que técnica, la interpretación debió ser política y, con ganas de exagerar, patriótica.

Ver a los comparecientes cortos de cosmovisión y titubeantes en la expresión, permitió entender que un ministro de la Corte tiene que ser mucho más que un burócrata de tribunal.

Cuando Jorge Carpizo ingresó en 1990 como ministro de la Corte dijo, en un discurso memorable, que llegaba al “baluarte de la defensa de la Constitución, del Estado de derecho, de los derecho humanos individuales y sociales, y de los principios que conforman el orden jurídico y político del país.

Y dijo algo más: que si bien la interpretación constitucional es una técnica, una ingeniería jurídica, también exige conocer los factores históricos, sociales, políticos y económicos de la nación.

Ninguno de los candidatos que comparecieron la semana pasada ante los senadores coincide con la descripción hecha por uno de los constitucionalistas más destacados del país.

Sin embargo, es evidente que quienes hicieron las propuestas y están decididos a apoyar a sus candidatos, pese a la medianía de sus méritos, no entienden la trascendencia que tiene ser ministro de la Corte.

La primera en comparecer, la magistrada Sara Patricia Orea Ochoa, confundió su candidatura a la Suprema Corte con una candidatura política. Dijo que viene de la “cultura del esfuerzo” y cayó en obviedades al señalar que los juzgadores tienen que indignarse ante la justicia.

Alejandro Jaime Gómez Sánchez llegó a la cita cargando con los costos del traspié que cometió la semana pasada al declarar como procurador del Estado de México que “presumiblemente” los soldados alteraron la escena de los hechos en el caso Tlatlaya.

Lo dijo sin que haya concluido la investigación del caso y necesitado de liberar la Procuraduría mexiquense de toda responsabilidad.

Y qué decir de la otra candidata, Norma Lucía Piña Hernández, tratando de evadir la corrupción que existe entre los jueces.

Coincido con lo que señala el senador Barbosa en el artículo que en este mismo número se publica en Siempre!: el procedimiento para elegir a los ministros de la SCJN está agotado y ha llegado el momento de cambiarlo.

Más que satisfacer cuotas, lo importante es dar certidumbre y prestigio a la institución de justicia más alta del país.

El Senado tiene la oportunidad de tomar una decisión histórica.

@PagesBeatriz