La denuncia de que existe “mano negra” en el movimiento feminista que tiene tomadas las instalaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en el centro histórico de esta capital, es un gesto autoritario que no sólo exhibe al gobierno de Claudia Sheinbaum sino que cuestiona el compromiso que tiene la llamada “cuarta transformación” con el respeto a nuestro sistema democrático y a las libertades de los mexicanos.

El señalamiento contra Beatriz Gasca, una mujer que en vez de ser lanzada al circo mediático debería ser tomada como ejemplo de la emancipación femenina por su esfuerzo personal para colocarse en el mundo de las empresas --dominado casi absolutamente por hombres-- sin perder sus convicciones personales, es un hecho que debería avergonzar a cualquiera.

Lo que hizo la jefa de gobierno al culpar a la activista de financiar las protestas, fue sacar a flote el verdadero rostro intolerante de quienes, una vez instalados en el poder, confirman la sospecha de muchos de que no están dispuestos a permitir que se mantenga el clima de libertades del cual ellos gozaron de manera reiterada, cuando ocuparon carreteras, pozos petroleros, edificios públicos, tribunas legislativas, avenidas y plazas públicas sin ser molestados.

Nunca de los nunca, a lo largo de las protestas de Morena y antes de Andrés Manuel López Obrador, en las que también participó la señora Sheinbaum, el gobierno sacó los expedientes de inteligencia para tratar de intimidar a quienes eran benefactores de esas movilizaciones, que desde el poder quieren ser calificadas como “protestas buenas”, en contraposición a las que salen ahora a las calles, las llamadas “protestas malas” sólo porque cuestionan la ineficiencia, la corrupción y la ineptitud del gobierno actual.

Una de las muchas razones por las que millones de mexicanos votaron en contra del PRI y a favor de Morena, fue el ofrecimiento de que quienes aspiraban a los cargos públicos, el presidente y la jefa de gobierno de la capital del país, entre ellos, eran totalmente distintos a los que gobernaron con Enrique Peña Nieto, gente marcadamente insensible, indolente y corrupta.

Sin embargo, con el paso del tiempo, la realidad ha colocado a la nueva clase gobernante en el mismo sitio de sus inmediatos antecesores, con remembranza diazordacista. Sólo hay una diferencia, y es marcada. Los priistas y panistas que gobernaron en lo que el presidente López Obrador llama “el período neoliberal”, de Carlos Salinas de Gortari a la fecha, tenían una mala fama ganada a pulso, pero se limitaban ante la tentación autoritaria porque podrían ser todo lo malo que pudiéramos imaginar, perversos y corruptos, pero eran personajes formados en la democracia liberal.

En cambio, quienes ahora están al frente del gobierno se están aprovechando de que supieron construir la imagen de ser políticos que no se atreverían a utilizar el poder del Estado para arrasar a sus adversarios, y le han declarado una feroz guerra a la pluralidad mientras reeditan de forma por demás burda etapas de corrupción superadas como la de las adjudicaciones directas, y se muestran insensibles ante los niños sin medicinas para el cáncer y la pérdida de más de 76 mil vidas a causa del Covid19.

Como el propio presidente en sus mañaneras, la señora Sheinbaum cree que “compartir información” con la sociedad, es decir, linchar a Bea Gasca, puede justificar actos que resultan propios de un estado represivo, policiaco y autoritario. No nos quieran hacer a los mexicanos sus cómplices en estos atropellos. Lo que está evidenciando públicamente la clase gobernante de Morena es su escaso compromiso con los valores de la democracia y con un sistema institucional que le incomoda en sus planes de ganar las elecciones del 2021 y 2024.

En cierta medida tienen razón: las instituciones están concebidas también para operar como “camisa de fuerza” que siempre hay que remendar para contener a los autoritarios. El mejor ejemplo es el Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado (Indep). Entre la falsa disyuntiva de optar por el derecho y la justicia, las instituciones y los demócratas siempre habrán de optar por la ley. Si ésta no es justa, deberá reformarse. Pero pretender cambiarla sólo porque se está a medio del río y hay que llegar a la otra orilla, es un capricho autoritario impulsado en el fondo por una mentalidad golpista.

No es otra cosa que golpismo institucional utilizar recursos públicos para acallar las críticas, intimidar a los adversarios y victimizarse, como lo ha hecho la señora Sheinbaum. La Ciudad de México tiene demasiados problemas, complejas realidades, como para tratar de simplificarlas con una visión estrecha, ridícula, mediocre, intolerante, en la que todo es culpa de quienes se oponen al cambio. Eso no les va a alcanzar para cumplir las expectativas que generaron y que habrán de ser evaluadas por los ciudadanos el año próximo en las urnas.

El peligro subyacente en el país es que, de ahora a los comicios, los autodenominados “políticos de la transformación”, insistan en utilizar el aparato del Estado, sobre todo el fiscal y el policiaco, para asegurar la derrota de sus adversarios, para sacarlos de la competencia, o para culparlos de los problemas graves del país que prometieron resolver.

Si en vez de gobernar con la responsabilidad que atañe haber sido electos democráticamente, si en lugar aceptar la “camisa de fuerza” de las instituciones insisten en descalificar, en linchar periodistas, adversarios y feministas, la señora Sheinbaum, el Presidente y Morena estarán escribiendo su propio epitafio. Algo así como “Ofrecieron salvar a México… y nos fue peor”.