En segundo plano se ve a un hombre arrodillado sobre el pavimento; parece confundido. No hace nada. Apoyándose en las manos, está levemente inclinado sobre el niño; su mirada vaga extraviada por el entorno. El niño de corta edad y miembros finos viste pantalón corto azul, tenis y una polo blanca de manga corta. Su cuerpo inerte yace boca abajo con los brazos extendidos. Su cabeza está ensangrentada. En primer plano y al fondo de la imagen hay otros cuerpos y objetos dispersos, gente curiosa, policías.  El sol de la tarde luce sobre la Rambla de las Flores, en Barcelona.

Valdría la pena decir algo. Pero permanezco atrapada en la indefensión del hombre arrodillado, en un estado dilatado de conciencia en que todo se detiene, el más cercano a la verdad, donde no hay pensamiento ni palabras.

Entre tanto, han pasado tres días y ya se han ejecutado todos los protocolos. Los discursos solemnes, los minutos de silencio, las concentraciones de masas, las declaraciones de solidaridad y repudio a la violencia. La invocación de los valores compartidos y la alta idea que Occidente tiene de sí mismo. Las loas a la ciudad magnífica y generosa. Los artículos de opinión. Estamos conmocionados, y aun desde esta distancia oceánica nos hemos sentido atraídos por el poderoso imán de empatía con los que sufren.

Se ha informado a toda plana, se les ha puesto a los yihadistas el espejo mediático que requieren para satisfacer su narcisismo, el único nexo con la modernidad que ellos acreditan. Sin los medios, sus acciones carecerían de sentido; se sirven de su necesidad de alimentarse de historias impactantes, historias que no son meros relatos de lo ocurrido, sino narraciones emocionales, agitadas, apocalípticas, o elegíacas como ésta. El daño no solo lo causan los vehículos convertidos en armas, sino la onda expansiva que provocan en los medios: Son estos quienes les confieren a los hechos y a sus autores una dimensión que da la medida del triunfo: lo que tienen para exhibir: no las víctimas, sino la consternación de los infieles.

Vemos que el instante se gesta no en un lugar o en un tiempo sino en un estado del espíritu que conjuga nihilismo con una euforia semejante a la ebriedad. Es la semilla del terror. Un modo de vivir que trasciende el vacío por el sentimiento heroico. Son convicciones que nada tienen que ver con la vida terrenal; ni un sentimiento ni una comunión con lo eterno, sino una válvula de escape a un enojo y odio profundos cuyas causas se disipan en la oscuridad. Los Guerreros de Dios dicen tener un proyecto en el califato, pero no es cierto. Su ideología está reñida con la vida, su razón de ser está en la escatología. Por eso han convertido su estado en un infierno de opresión, que solo una crueldad rabiosa y el consumo abusivo de anfetaminas logran sostener. Así mueren luego sus cachorros en la próspera Europa, con su estética de las causas perdidas, invocando a Dios, satisfechos y sabedores del impacto que producen, con sus rostros rescatados del anonimato y reproducidos en todas las pantallas. Ese es su momento de gloria postmortem, el momento que finalmente da sentido a la negación de una vida imposible.

Sabemos que la célula terrorista era numerosa, de al menos una docena de miembros, y que planeaban acciones mayores y más mortíferas. El ataque con la camioneta en La Rambla, al parecer, fue una improvisación después que una explosión fortuita en la guarida de la célula terrorista desbaratara los planes fraguados durante semanas. Muchachos marroquíes de apenas 20 años, criados y educados en España, sin antecedentes de yihadismo. Causa estupor ver sus miradas claras, jóvenes. Que se sepa, ninguno de ellos era retornado de Siria o Irak, epicentros del menguante Estado Islámico; eran inexpertos, “gente nueva”, como se los conoce en la jerga policial, y estaban decididos a matar cuantos más infieles mejor.

Es conocido el poder los imanes, y la implantación del salafismo en las mezquitas de Cataluña, financiadas con dinero quatarí, y las ambiciones saudíes de expandir con sus petrodólares el credo wahabista en todas las comunidades islámicas europeas. Somos conscientes de la connivencia de Occidente con esas monarquías tan regresivas como grotescas, insultantes para la condición humana, en particular la femenina. El interés siempre prevalece.

También se sabe de los rencores nuevos y viejos elevados a la condición de categoría de verdad. La ofensa que la libertad provoca en quien no es capaz de compartirla, el resentimiento por las convulsiones en Oriente Próximo y las derrotas padecidas a lo largo de todos los imperios. La prevalecencia del mito sobre la historia: la palabra revelada, los cruzados, la edad de oro de AL Andalus, la grandeza perdida. El sueño de quinientos años de los árabes, que han vivido remolcados por otros, sin ser capaces de subirse al carro. El insoportable éxito de los infieles, su nefanda tolerancia. El refugio en valores trascendentes y saberse custodio de una verdad superior, la verdad profética, única, inmutable, repetida cinco veces al día durante siglos. La guerra santa. Todo esto se mueve en las redes sociales y en las prédicas de los imanes. El nihilismo, el sentimiento inconfeso de fracaso, sublimado en el mito, en la figura del héroe y mártir: música celestial en cerebros jóvenes con descerebrada generosidad para ofrecer y arriesgarlo todo. Todo eso es la carga de la escena sobre el pavimento de La Rambla. Mientras, la inmensa mayoría de los musulmanes europeos, ateridos por tanta violencia en nombre de su fe y por el temor a cargar con la culpa, recuerdan, convenciendo cada vez a menos gente, que en el Corán se dice que quien mata a un ser humano mata en él a toda la humanidad.

Ninguna de estas cosas le importaban al niño del pantalón azul y la polo blanca, no estaban en su vida mientras bajaba por La Rambla hacia el mar antes de que todos los cálculos de probabilidad fracasasen y la inmensa mugre acumulada por otros lo anegase todo en un solo instante. Ahora, en su terrible indefensión, el hombre mira desde el vacío, está en el vacío: todo lo que le rodea es lo más parecido a la nada. Algo habría que pensar o contar, pero la mirada no se aparta de ese vacío y enmudece la voz en el misterio de lo que se sabe sin ser pensando ni entendido. El mismo misterio que las líneas de un destino antiguo, indescifrable, fraguado lejos, por desconocidos con desconocidas causas, fueron cerniendo sobre lo que ahora es un pequeño cuerpo yaciente. El misterio que también habita en todas las cosas que nunca debieron llegar a cargarse de tanto significado como ahora en esa imagen ya viralizada con nombres y apellidos, cosas que apenas importan, un puesto de flores en la calle, unas farolas, como todas las frágiles construcciones de sentido que sostienen la vida, como una tarde cualquiera llena de pájaros en la arboleda de La Rambla.