Si EPN renunciara-cosa que se ve difícil-, al menos podría  presumir de una cosa: romper el récord de permanencia de los presidentes de México, ya que desde Pascual Ortiz Rubio,  quien renunció en 1932, ningún otro presidente lo ha hecho a partir de entonces.

Motivos no han faltado y el que más los tuvo fue Gustavo Díaz Ordaz perseguido por el odio de millones de mexicanos que lo acompañó hasta su muerte. De los 14 presidentes, 15 con Peña, contados a partir de aquel año, buena parte estuvo acompañado más que de su eficacia, de la aureola de veneración que se ponía a estos mortales, muchos de ellos impíos, oscuros, mediocres y miserables. Pocos se salvan.

El peso de la presidencia, como en otros países la monarquía, preservó y disculpó malas decisiones, abusos de poder, destrucción del enemigo- Jaramillo, Buendía, Colosio, Ruiz Massieu etcétera, etcétera-, para conducir como en una venganza final del ciudadano, al soslayo, al odio y al destierro.

Algunos cínicos como Salinas y Calderón hacen como que no se dan cuenta y transitan en lo cotidiano en medio del recelo y el desprecio. Fox solo provocaría risa si lo que dice y hace no tuviera ribetes de peligro. La Constitución mexicana contempla la renuncia de un presidente y es casuística en el tipo de presidentes que pueden darse en un  período.

Más que “tumbar” a alguien, se le da la opción de la renuncia por causa grave  para que asuma un presidente provisional y más tarde un  sustituto. La autoinmolación en este caso se ve lejana, por las mismas características del actual mandatario, pero lo que llama la atención es el aumento de quienes mencionan el hecho, la reiteración en las redes, y la creciente ola de ciudadanos que se suma a la demanda.

Algo  que no se podía imaginar cuando el PRI estaba en su apogeo. Y que cuando asomó una protesta fue acallada de la manera más violenta; el  68, es el ejemplo más terrible. Pero ahora no es rara la petición. AMLO la solicitó hace algunos meses en el Zócalo aunque ahora ha dicho que es mejor que EPN termine sus dos años y entregue el poder ordenadamente. El fantasma de la bota lo ha hecho reflexionar, quizá. El año anterior, en diciembre, hubo una movilización fuerte vinculada a la desaparición de los 43, que exigía la renuncia de Peña y  no pasa semana sin que se suba una denuncia similar con un texto impronunciable, a las redes. Con lo que se venía arrastrando desde Ayotzinapa, la situación que vive del país y lo más reciente, la incomprensible visita de Trump, se ha prefigurado una frase que ya se hizo viral: Peña debe renunciar. Pero un hombre que ha hecho todo para obtener el poder y que ahora lo tiene todo, ¿podrá abandonarlo por voluntad propia?

 Solo que exista un cataclismo. En El hombre que lo tenía todo, todo, todo, el premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, hace una de las descripciones más deslumbrantes de la capacidad del poder y la caída estrepitosa, cuando, derramada la gota del vaso, se presenta la unidad inusitada; en este caso de seres de la naturaleza, árboles. El autor de El señor presidente incluye entre su amplia obra, las leyendas que surgieron de su cercanía con un pueblo y una  naturaleza exuberante, obras que como algunos clásicos, como Alicia en el país de las maravillasEl principito, parecen cuentos para niños pero no lo son. En El hombre que lo tenía todo, todo, todo (Club joven, Bruguera 1981) se mezcla la fantasía, los sueños del poeta excelente que fue Asturias, en la historia de un hombre que respiraba a través de dos imanes que tenía en sus pulmones, lo que lo obligaba a dormir siempre en una cama de sal. Era lo único que impedía que los imanes funcionaran y atrajeran todos los metales del mundo, oro, plata, hierro.

En determinando momento tuvo en su poder, las más grandes riquezas de ese mundo, como un Slim cualquiera. Y se creyó un ser todopoderoso. Pero las paradojas del poder se presentan en la ambición, en la explotación de parte de los demás, en los chantajes a los que fue sometido por otras fuerzas poderosas -¿les recuerda algo?- y en la  debacle final por una simpleza que a Asturias le debe haber divertido: su destrucción por causa de una pepita ( semilla) de aguacate. Unidos, los árboles lo condenaron a quedar inmóvil para siempre, atrapado por fibras milenarias. Su poder y su riqueza no le sirvieron de nada. El consejo que le dio Lucernino, el fantasma del idioma fosforescente: “No pierdas la cabeza...”, nunca lo puso en práctica.