?Ya sé que no aplauden?. Lo dijo el presidente, Enrique Peña Nieto, mientras regresaba a su lugar en el estrado, tras presentar ante la prensa un nuevo paquete de acciones para el combate de la corrupción, el pasado 3 de febrero.

Lo dijo con la sincera imprudencia de quien simplemente no entiende qué está sucediendo a su alrededor. Lo dijo con la frustración de quien hace unos meses se presumía como el salvador de México y hoy aparece apenas como villano o, peor aún, como pendejo. Lo dijo con la impotencia de un cargo con cada vez más responsabilidades y cada vez menos margen de maniobra. Lo dijo Peña Nieto y todos lo pusieron como camote.

Por supuesto, atrás del exabrupto se esconde un mandatario caprichoso y mal preparado ?eso ya lo sabíamos- además de un intérprete, que al principio de su administración parecía lo suficientemente talentoso como para representar con dignidad su papel -a las órdenes de su grupo político- pero que ha perdido la chispa y ahora cada vez actúa peor ?eso es nuevo. Ya no parece que disfrute su trabajo en el escenario, ahora lo sufre; ya no es el galán de la novela, ahora es el primo acongojado.

Sin embargo, también hay un tema de fondo que debemos considerar. El ?ya sé que no aplauden,? al igual que el ?ya me cansé? ?con que hace unos meses nos deleitó el señor procurador- son consecuencia de la entendible e injustificable exasperación de los gobiernícolas frente a una realidad que los rebasa y ante la cual la sociedad les exige respuestas que van más allá de su capacidad humana e institucional. De ello Peña es tan culpable como el resto de los actores políticos y la sociedad misma.

Me explico, la raíz de esta realidad consiste, como lo explicó magistralmente el filósofo francés Frederic Bastiat, en la perversión de la ley, transformada en justificación del saqueo que debería prevenir. Cuando el gobierno excede su ámbito natural de acción (la protección y defensa de los derechos individuales a la vida, libertad y propiedad), se condena a sí mismo a un ciclo interminable de turbulencias y recriminaciones, a ser, junto con las legislaciones que lo sostienen, ?una fuente perpetua de odio y discordia, que incluso tiende a la desorganización social.?

Cuando las burocracias asumen para sí el manejo de temas como la educación, la salud o el comercio bajo la ingrata bandera de la ?justicia social? se vuelven, al mismo tiempo, más poderosas, por la influencia que ejercen y más débiles, a causa de las promesas que nunca podrán cumplir. Eso aplica tanto para el ?Mover a México? como para el ?Salario Digno,? ?El Sistema Nacional Anticorrupción? y cualquier otra quimera que manufacturen los partidos en tiempos de campaña. No solo son cuestionables, son imposibles.

Escribe Bastiat: ?El delirio de nuestra época consiste en enriquecer a todas las clases a costa de las demás, generalizando el saqueo bajo el pretexto de organizarlo.? Esta definición es tan certera para el México del 2014 como lo era para la Francia del siglo XIX y mientras los políticos se aferren a administrar el saqueo en lugar de impedirlo serán al mismo tiempo víctimas y victimarios del dínamo de ambiciones al que disfrazan como democracia.

 Lo más grave del caso es que esa maquinaria maquiavélica parece haber agotado a un presidente que ni siquiera lleva la mitad de su mandato, pero que, la verdad, ya no parece capaz de concluirlo, al menos no con el nivel de disimulo y ceremonia que demandan los rituales políticos mexicanos. Si Fox era un presidente débil por hocicón, Peña lo es por identidad y eso no hay vocero que lo compense.

En medio del drama solo queda observar y preguntarnos. ¿Renunciará Peña? No, ahora que es un rehén de Palacio más que un mandatario, los grupos que, al interior del PRI, le jugaron a la mala, se contentarán con tenerlo atado de manos. Incapaz de imponer respeto habrá de negociar prestado el poder ajeno con alguno de los usureros del sector, empezando por Manlio Fabio Beltrones.

¿Los grillos quieren aplausos? Sí, todos los políticos profesionales son adictos a la poderosa droga del aplauso, de esa aprobación lambiscona que abruma los pasillos de la partidocracia, de ese ?besamanos? la ?antesala? y las ?pasarelas? que el PRI convirtió en forma de vida y que los azules, amarillos o multicolores han imitado con singular alegría.

¿Les aplaudiremos? Sí, cuando entiendan que su papel consiste en defender los derechos individuales, no en fabricar utopías, ni en construir paraísos ideológicos hechos con naipes. Cuando se atrevan a desmontar el andamiaje legaloide que pervirtió a la ley y originó la crisis institucional que hoy nos agobia. Cuando acepten que no tienen poderes sobrehumanos y actúen con humildad no solo en los gestos, sino en los actos a la hora de gobernar.

Cuando comprendan que ?ninguna sociedad puede existir a menos que las leyes sean razonablemente respetadas, y la forma más segura de lograrlo es haciéndolas respetables.?

Ahí sí, con todo gusto y toda sinceridad ¡aplausos! Mientras tanto, que se conformen con las mentadas o, peor aún, con el silencio, ese que precede a la catástrofe.

Por cierto?

Peña está bajo fuego por acusaciones de tráfico de influencias, así que, empleando sus influencias, puso a uno de sus amigos para que lo investigue. Por supuesto que parece cinismo, pero también suena a desesperación.

 

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