Al despedirse de mí, mamá intentaba disimular el terror que sentía; aunque éste era diferente al que experimentaba cuando mi papá llegaba borracho y la azotaba sin piedad. La sangre que de ella emanaba mientras él la golpeaba, salpicaba las carpetas que había bordado y ésta se confundía con el rojo de las rosas. Mientras descargaba toda su furia, y yo intentaba defenderla, se abalanzaba contra mí, me ponía contra la pared para levantarme por el cuello hasta que mis pies dejaban de sentir el suelo, soltándome después con violencia. Caía aturdida y sin aire sobre el cemento. Mi mamá trataba de defenderme pero él la golpeaba con más fuerza hasta que la dejaba inconsciente. Satisfecho, el engendro que dios me dio como padre se tiraba sobre la cama exhausto, perdido; bañado en un sudor etílico. Yo, me quedaba quieta, hecha un ovillo en el rincón.

Dolorida, mamá trataba lavar sus carpetas, tallando con rabia la tela entonces blanca, era tan necia, que había absorbido su sangre hasta el hilo más recóndito, hasta el más fino. Restregaba con fuerza, el tono sanguinolento no desaparecía, quedando ahí como sombra perenne de aquellas flores.

Se hacía de otras telas para bordar un nuevo brote de flores, sólo que ahora éstas eran cada vez más tristes, los colores vivos habían muerto.

Después de la denuncia, mi papá tuvo que abandonar la casa. Mi mamá y yo empezamos a conocer lo que era vivir en paz, sin sobresaltos.

Mi madre desayunó esa mañana tan de prisa que casi derrama el café sobre el colorido lienzo que en antaño había bordado. Ella seguía haciendo manteles y carpetas; después de un tiempo de quedarnos solas, poco a poco los racimos, las flores renacieron y tomaron tonos más alegres. En sus telas resurgió el rojo, aunque esparcido, tímido. A ella le gustaba ese color. Cada día que pasaba, en cada punto, el carmesí renacía. Hacía labor hasta altas horas de la noche bajo el único foco que teníamos en nuestro cuarto. Ahora lo hacía sin que le temblaran las manos, sin sobresaltarse con cualquier ruido. Aún aprovechaba su negra y larga cabellera que le caía como cascada, para ocultar su rostro; le servía como escudo para no develar el cansancio y la tristeza; mitigando su dolor en cada punto. Suspiraba mientras bordaba, sin contener las lágrimas que sin querer regaban las inertes flores.

Se despidió de mí y salió a la calle; su silueta fue engullida de inmediato por la oscuridad. Tenía que caminar cuatro cuadras para llegar a la avenida. Era una odisea; caminar entre grietas, adivinando nuevos hoyos inundados ya con agua nauseabunda. Lo principal, era no toparse con él.

Mamá nunca regresó…

Semanas después encontraron un cuerpo en un lote baldío, era una mujer que por su estado era irreconocible; supe que era mi mamá cuando dijeron que dentro de la bolsa que encontraron junto a ella había unas carpetas bordadas con rosas de un intenso bermellón…

En México mueren diez mujeres cada día. Muchas, jamás son localizadas. Niñas también son víctimas. La agresión no respeta edad.

Exijamos que se aplique la ley. Merecemos las mujeres vivir en país seguro. Un México sin distinción de género.