Uno más en el último mes y medio.  Su nombre era Max Rodríguez y murió en La Paz, Baja California. Con él son ya cuatro las víctimas de la violencia criminal contra quienes como él tuvieron la decencia y el valor de asumir riesgos personales en el ejercicio de su profesión. En 2016 fueron 11 los periodistas asesinados, 23 siguen desaparecidos. Las agresiones y actos de intimidación se cuentan por centenares, de los cuales, según datos del observador británico de derechos humanos Artículo 19, más de la mitad fueron cometidos por funcionarios públicos. La fiscalía especial creada en 2010 para combatir la violencia contra los medios informativos puede reputarse de no haber conseguido desde entonces ni una sola captura, juicio, o condena. Con un nivel de impunidad casi en el 100% podemos suponer que este último asesinato, como los casos que le preceden, será relegado a carpetazo. Max, Miroslava, Cecilio, Ricardo y tantos otros nombres ya se desvanecen ante nosotros sin que podamos evitarlo.

Basta consultar los datos del Latinobarómetro o de la ONG antes mencionada, para hacerse idea de cómo están las cosas. No es de extrañar, pues que la ley, no tenga prestigio en México, un país donde sabemos, casi la mitad de la población no se siente obligada a cumplirla. No es cosa de extrañar: según mediciones del IGI (Indice Global de Impunidad) que publica la Universidad de las Américas de Puebla, México ocupa el lugar 58 en niveles de impunidad entre los 59 países consultados. De cada 100 delitos cometidos, solamente se denuncia un promedio de 7, por lo que “la cifra negra en México desde 2013 alcanza un porcentaje no menor al 92.8%”. El resultado es “una impunidad cercana al 95% de los delitos que fueron acreditados por la autoridad como consumados”. Delinquir en México es estadísticamente rentable, lo que nos permite la sorna de decir que lo único que realmente funciona en este país es la injusticia. Pero al igual que la ley, la propia democracia carece del arraigo que debiera tener en la ciudadanía. Menos de la mitad de la población la apoya. ¿Qué motivos podrían tener los cincuenta millones de pobres para creer algo de lo que les cuentan?

Democracia no checa con injusticia y pobreza, sobre todo cuando éstas últimas son sistémicas. Solo una exigua minoría de los consultados, un 18% de biempensantes, cree que este país es gobernado en beneficio del pueblo.

Sentimos estupor ante esta situación que nos vuelve a recordar aquel “me indigno, luego existo”, que proclamaba Albert Camus. Pero hasta dónde seremos capaces de mantener la llama de esa vital indignación, de la gratitud hacia los nobles y los valientes. Hasta dónde alcanzan el compromiso y la resistencia de la memoria, si ni siquiera esos sentimientos están libres de sospecha. Superado el momento de shock, pasan pronto a una fase de normalidad y, si no llegan a silenciarse por molestos, terminan formando parte de nuestros propios rituales, como una ablución cotidiana para aliviar la conciencia de cualquier sospecha de culpa. La urgencia de pasar a la orden del día resulta implacable. No hay más: se tira para adelante como si aquí no pasara nada.

Pero aún más que el cotidiano esfuerzo por sobreponerse a la náusea, hiere el bochorno ante el espectáculo que este orgulloso país está dando en el exterior. Basta consultar la prensa extranjera para visualizar el esperpento. Ya apenas se nos conoce por otra cosa que por la crónica de un horror permanente. Mientras las familias mexicanas se relajan en los días de Semana Santa, desde fuera se pasa revista a nuestro repertorio de prófugos institucionales -por suerte el impresentable Duarte causa baja-, las modalidades del crimen, el descaro de las mafias con sus ridículas avionetas. Y se da cuenta de pintorescas actuaciones de la justicia como la del caso Porkys. Hechos que trascienden a nuestras fronteras y juntándose forman la imagen de una sociedad ensimismada en el fracaso, una imagen insultante por grotesca. El grande y magnífico México, el país que en su día despertó admiración y simpatía generalizadas, convertido ahora en ilustre república tropical, un paraíso para “bad hombres”. Todo esto nos hiere, no nos gusta recordarlo y menos aún que nos lo recuerden. Porque aun siendo verdadero, tampoco es justo: sabemos que hay más, que el país da para más, que son muchos los nichos donde verdean la vida, la inteligencia y la generosidad. Aun con ello, no resulta fácil creer en esta sociedad y albergar esperanzas de que las cosas cambien; el descreimiento tiene ya en el país largo arraigo, y la esperanza, la caducidad de nuestro propio horizonte vital. Pero el roce con la desilusión también ha curtido a esta sociedad y la ha dotado de un sentido sutil de lo posible y lo probable. Sabemos quiénes somos. Sobran voluntades. Quizá haya llegado la hora de iniciar el cambio.