Persiste la idea de que la mejor vía para disminuir la violencia criminal es el acuerdo entre autoridades y delincuentes para que actividades ilícitas, como el robo o el tráfico de drogas, tengan lugar en territorios específicos y modalidades que no generen un problema mayor a la sociedad. Esta tesis con el tiempo ha evolucionado a la llamada pax narca. Estados, como Sinaloa, lo testimoniaron hasta que se fracturó el equilibrio con el secuestro y detención en EU de El Mayo Zambada. La entidad pasó a ser, especialmente en Culiacán, la más violenta del país.
Se remite al exgobernador de Nuevo León, Sócrates Rizzo, en una conferencia en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila, en noviembre de 2011 la primera declaración de un político prominente, ya en retiro, que aludía al pacto del gobierno con los criminales. Sócrates pronto se desdijo, pero sus palabras iniciales ratificaron la idea en muchos mexicanos de que las cosas estaban tranquilas en el pasado porque había un acuerdo o pacto entre autoridades y criminales.
El problema de esta tesis es que valida la idea de que la tranquilidad y la paz social puede lograrse por el camino de la impunidad. No se trata de un pacto, es una claudicación de las autoridades en el ejercicio de su responsabilidad. No está por demás señalar que el pragmatismo propio del régimen pasado en sus policías no implicaba el rigor que acompaña la observancia de la ley, la corrupción se imponía en esa esfera casi siempre. Pero no es cierto que las condiciones de una relativa baja criminalidad resultaran de un pacto o entendimiento. Afirmarlo para condenar a un régimen, vuelve creíble que los acuerdos funcionan al menos por un tiempo.
Se anhela la paz y se han buscado vías extremas. El presidente Calderón llamó a las fuerzas armadas en su natal estado de Michoacán a solicitud del gobernador y por su dominio en muchos municipios y sometimiento de autoridades. Los resultados están a la vista. Los militares no son policías, su política es el exterminio y no se les puede exigir un comportamiento en una tarea ajena con reglas distintas. Los criminales actúan en connivencia con autoridades, pero también con parte de la sociedad. Una acción de tal naturaleza significa una elevada cuota de sangre por parte de delincuentes, también de personas inocentes o que participan marginalmente en las actividades delictivas, aún más cuando se prescinde de la inteligencia y el mando es estrictamente militar.
Con López Obrador se implementó lo opuesto. Tratar de disuadir a los criminales no de sus actividades de origen delictivo, sino de generar violencia, “portarse bien” fue una expresión muy común en él. Las policías nacionales actuaron de manera pasiva bajo el principio expresado y ratificado por el presidente de los abrazos no balazos. La idea es que las causas de la delincuencia son la desigualdad y la falta de oportunidades de los jóvenes. Mucho se ha dicho sobre el absurdo del argumento obradorista, innecesario decir más. Pero, los resultados no se pueden ocultar. Su gobierno dejó doscientos mil asesinados, poco más de cincuenta mil desaparecidos -saldo propio de guerra civil-, muchos territorios bajo el dominio de criminales, al país expuesto no sólo por la diversificación de actividades delictivas como la extorsión o el monumental huachicol fiscal, y la penetración en las estructuras de gobierno, la sociedad y la economía. Un cáncer que ahora expone al país ante la amenaza que representa la furia del vecino del norte, demócrata o republicano, y que plantea un escenario muy preocupante para la soberanía nacional.
Trampas de las falsas certezas creer que el acuerdo es la vía para alcanzar la normalidad social, según revelan seis años de pasividad gubernamental como vía para enfrentar la criminalidad, además de dejar una fundada sospecha de complicidad. A la presidenta Sheinbaum corresponde el reconocimiento de haber cambiado de estrategia y a Omar García Harfuch, de operarla. Un doble acierto, actuar ante los generadores de violencia y un mando civil; sin embargo, la derrota del Estado es amplia y profunda, más allá del imaginario, con implicaciones sociales, económicas y políticas profundas. Extirpar el cáncer es una acción delicada en extremo y que llevará mucho tiempo, participación de todos y determinación, más cuando el bisturí debe dirigirse a los de arriba y a los de casa, única manera acabar con el pacto de impunidad instituido en muchos frentes y planos de la vida pública.