En la tradición hegeliana el «espíritu» (Geist) no es una entidad teológica, sino la fuerza simbólica de la cultura; así, Hegel distingue el espíritu subjetivo –los deseos y necesidades de individuos o colectivos– del espíritu objetivo –las obras culturales que estos producen. Ernst Cassirer, por su parte, define la cultura como un “sistema de formas simbólicas” construido por el espíritu humano.

Estas perspectivas entienden el espíritu como fuerza cultural-simbólica, no divina. El problema central, de la modernidad y de nuestro siglo XXI, es cómo esta fuerza, originariamente vivificante, se ve capturada por la lógica dominante de mercado. Marx analiza que el capitalismo produce no sólo satisfactores de necesidades biológicas, sino también deseos nuevos e histórico-culturales: “salvo las necesidades biológicas, las demás son históricas y culturales”. Según Marx, la producción capitalista crea objetos de consumo y también el modo y el impulso, tal y como hoy somos presas de los celulares, que han perdido la función comunicadora que antaño tenía su bisabuelo el teléfono.

Cassirer subraya que esa producción cultural no es un mero lujo: el hombre vive en su “único ámbito cultural” (todo él simbólico), donde las cosas no existen sin un sentido otorgado por el espíritu. Pero en la práctica capitalista, incluso las manifestaciones espirituales son tratadas como mercancías. Marx advierte que las relaciones sociales entre productores aparecen “entre los productos de su trabajo” y no entre ellos mismos, porque las mercancías “se comportan como pequeños dioses” que gobiernan a toda conducta humana.

El Derecho moderno actúa como el gran articulador normativo de estas dinámicas. De una parte, juridifica las necesidades humanas: define quién tiene “derecho” al alimento, a la salud, a la vivienda, al trabajo o a la educación, encuadrándolos en contratos y leyes de mercado. Además, el Derecho regula los deseos mediante la propiedad intelectual: lo simbólico también se privatiza. Patentes, derechos de autor y marcas legalizan monopolios de la expresión creativa, haciendo de todo producto cultural una mercancía más.

En esta función normativizadora, el Derecho copta la producción simbólica. Michel Foucault lo caracterizó como un dispositivo de poder que moldea deseos y conductas. El Derecho crea “sujetos legales”: ciudadanos sometidos a normas que establecen lo «posible» y lo «prohibido». Según Walter Benjamin, ley y justicia dejan de responder a valores éticos, y se convierten en un mecanismo coercitivo.

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En suma, la función ideológica del Derecho en el capitalismo es esclarecer y afianzar fetiches. En vez de emancipar el espíritu humano (es decir, liberar la creatividad y la comunidad simbólica), el Derecho legitima la mercantilización. La propiedad privada y el fetichismo de la mercancía se vuelven sacrosantos: el marco jurídico garantiza que cada «cosa» simbólica (mercancía cultural, tecnológica, incluso el cuerpo humano) entre en el mercado protegido por contratos. La democracia liberal llega a resumida en contratos que son fuente de obligaciones.

¿Es posible otro Derecho que no encadene al espíritu? La historia sugiere que todo orden jurídico, hasta el más progresista, acaba reificándolo. Quizá solo una transformación radical –un “golpe mesiánico” del espíritu, como anota Benjamin podría romper la identificación entre ley y fetiche. Cualquier intento de “Derecho emancipador” choca con que el Derecho mismo que nació para preservar intereses materiales. En la práctica, un derecho genuinamente liberador implicaría borrar sus límites mercantiles actuales.

@RubenIslas3 X