Cada proceso de cambio profundo en la historia del país ha implicado transformaciones en el modo de pensar y operar con las normas jurídicas.

En la Independencia no fue posible liquidar la herencia jusnaturalista dogmática y escolástica que durante la época colonial prevaleció en la enseñanza y la aplicación del Derecho, mismas que el propio Miguel Hidalgo, el profesor y rector había objetado dentro de la tradición jurídica católica.

Fue necesaria la irrupción de los institutos laicos de ciencias y artes, a mediados de los años veinte del siglo XIX, en donde estudiaron Benito Juárez y Porfirio Díaz, entre otros actores relevantes, para que el conocido iusnaturalismo racional, primero, y el positivismo jurídico, después, comenzaran a remodelar las mentes y las instituciones jurídicas en la vertiente liberal individualista, entonces en la vanguardia. Este proceso se dio de manera progresiva y no homogénea en diferentes ámbitos del país y la normatividad.

La Reforma liberal juarista y más tarde el porfiriato concretaron esa transición que se reflejó en la elaboración de códigos jurídicos, tales como el civil, penal o de comercio en el último tercio de dicho siglo, cuando los juristas aportaron sus leyes comentadas y concordadas o los famosos formularios para estandarizar e imprimir certeza a las operaciones legales.

La Revolución trajo una nueva expresión jurídica pues las luchas e ideas sociales recurrieron a una legalidad que reivindicaba los derechos vulnerados de las comunidades agrarias y diferentes sectores populares explotados.

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Después, a mediados del siglo XX, la inmigración republicana española (Rafael de Pina, Niiceto Alcalá o Luis Recasens) importó a México las innovaciones que permitieron actualizar y sistematizar poco a poco la normatividad que todavía se hallaba dispersa e inconexa. Esto se hizo bajo la premisa de que había que continuar edificando el Estado sostenido en una sola nación, según lo venían proponiendo, por ejemplo, Andrés Molina Henríquez o el abogado Jose Vasconcelos en el Ulises Criollo.

Para ello, mucho ayudó la implantación del modelo normativista de Hans Kelsen, mas o menos absorbido y aplicado desde la UNAM y su naciente posgrado, de la.mano de grandes profesores (Eduardo Garcia Maynez o Ignacio Burgoa) y que fue irradiado a las universidades públicas del país, en el entendido de que instituciones educativas, por ejemplo, la Escuela Libre de Derecho o la Universidad Iberoamericana se decantaron por otras opciones teóricas.

El punto es que ese ciclo fue útil para reforzar el orden jurídico que le fue funcional al sistema político de partido hegemónico en su época clásica, de los años cincuenta a los setenta, cuando el Partido Revolucionario Institucional ganó casi todas las elecciones y gobernó piramidalmente.

La transición democrática, de la mano de la transición económica en sentido neoliberal, a partir de los años ochenta del siglo XX concurrió con un modo distinto de entender el Derecho, encubado y madurado desde el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el ITAM, la Libre de Derecho, la Universidad Panamericana o la Universidad Anáhuac.

El enfoque ha consistido en recolocar los derechos individuales y la dignidad humana, no los derechos sociales y colectivos, como la principal justificación de las garantías jurídicas que son la Constitución, los tratados internacionales, las instituciones y sus interpretaciones y operación más favorables a las personas.

Con todas las virtudes y activos que el constitucionalismo garantista y su anverso, el principialismo y la hermenéutica, en general, han instilado y proyectado en la cultura jurídica contemporánea, como modelos dominantes han forjado las mentes y las prácticas todavía en un sentido mono -jurídico y unilateral.

Ese modelo ha desconsiderado el carácter pluriétnico y la diversidad cultural que distinguen al pueblo de México bajo la premisa de que la cultura liberal es superior a las demás, aunque entre nosotros coexistimos más de veinte millones de integrantes de pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes del “México Profundo. Una civilización negada”, que Guillermo Bonfil denunciara como un auténtico “culturicidio” y epistemicidio colonial, que un puñado de juristas críticos comenzaron a estudiar, sobre todo a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica de 1992 y la emergencia indígena zapatista de 1994.

Ahora bien, en el momento fluido que vive el país, corrientes intelectuales alternas a los referidos modelos dominantes proponen justificadamente reconstruir el constitucionalismo y la cultura jurídica para insertar planteamientos que obliguen al respeto y diálogo entre culturas y reivindiquen sentidos tales como el pluralismo jurídico, la comunalidad, el feminismo o el ecologismo jurídico asumiendo los contextos históricos y sociopolíticos propios de la mexicanidad.

En ese juego de fuerzas dialécticas que ha desatado la Cuarta Transformación y la síntesis que viene habrá un lugar central para las nuevas y no tan nuevas pero hasta ahora subordinadas formas en que trabajamos con el Derecho, la Sociedad, la Economía, el Poder y las Culturas, de tal manera que concretemos una escuela mexicana de cultura jurídica que nos distinga por su contribución al Derecho y la justicia en sentido social, comunitario e intercultural, sin desmedro de la referencia liberal.

A esa tarea está llamado el sector académico, los actores jurídicos y, por supuesto, el nuevo poder judicial.

Agradezco a la intelectualidad jurídica oaxaqueña, en esta ocasión a Hugo Aguilar Ortiz, presidente electo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a Victor Leonel Juan Martinez, Luis Enrique Cordero, Norma González, Eduardo Castillo Cruz y a Rocio Martinez, la oportunidad reciente de continuar la conversación sobre este y otros temas a efecto de incidir en la transformación jurídica y constitucional en curso.

Estoy seguro que algunas de sus ideas se hallan recogidas en esta sintética y coincidente reflexión.