El día que la agenda de género se derritió frente al saco azul de Harfuch.

La escena fue breve, pero suficiente. Bastó que Omar García Harfuch cruzara la puerta de la JUCOPO en el Congreso para que el aire cambiara. No sé si fue el saco azul, la voz grave o ese gesto de “yo controlo el caos y además sonrío para la foto”. En segundos, la reunión privada de la Junta de Coordinación Política dejó de parecer una sesión legislativa y se transformó en una coreografía involuntaria, donde la biología y la costumbre demostraron ser más fuertes que cualquier discurso de progresismo feminista.

De un lado, el héroe cool del gabinete. A su derecha, una diputada que se enderezó apenas él comenzó a hablar; a su izquierda, otra que, casi al mismo tiempo, ajustó el saco y buscó su mejor ángulo. Frente a ellos, Ricardo Monreal —el viejo zorro del Senado, hoy convertido en anfitrión del poder— miraba la escena con esa sonrisa que no necesita palabras.

No era coquetería de nadie explícita, más bien una especie sincronía. Una coreografía de reflejos que hablaba por sí sola.

El poder se había parado en medio, y todos los cuerpos reaccionaron. El tipo de reverencia que la política suele maquillar de institucionalidad.

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Y como si el patriarcado necesitara confirmación, ahí estaba Monreal para recordarnos quién sigue dando las órdenes. Bajo un tono discreto, dio una instrucción: una diputada debía moverse de su lugar para ir al espacio donde estaba la otra, porque “ahí debía estar”.

La escena se cumplió sin resistencia: una mujer obedeciendo la disposición de un hombre; otro hombre tratando de mantener la compostura ante el teatro involuntario; y la otra sonriendo con discreción, mientras discutían quién debía ocupar el lugar.

El espejo del sistema

Ese gesto mínimo es todo un retrato de la política mexicana: las mujeres ya están en la foto, pero los hombres todavía deciden dónde se colocan y qué hacen. Monreal no gritó, no impuso el cuerpo; bastó la voz baja acompañada de gestos que daban la orden. Esa voz masculina que todavía significa mando, incluso entre mujeres que representan la paridad.

Y obedecieron, no por miedo, sino por costumbre. El poder no necesita levantar la voz, solo acomoda las piezas con una sonrisa.

Todo este show, hizo cuestionarme: entonces, ¿de qué sirve llenar el Congreso de mujeres si el libreto sigue dictado por hombres? ¿De qué sirve la paridad si se sigue actuando bajo la misma lógica de obediencia, solo que con tacones y discurso feminista?

La biología y la cultura se dieron la mano en esa sala. Por un lado, la atracción silenciosa hacia el “macho alfa” moderno —el protector de saco y sonrisa—. Por el otro, la obediencia automática ante la voz masculina del mando. Dos reflejos distintos del mismo sistema: uno erótico, otro jerárquico, ambos igual de vigentes.

Y claro, García Harfuch ni cuenta se dio. No necesitó decir nada. Él representa ese ideal aspiracional que mezcla poder, seguridad y deseo. El héroe cool: el que promete cuidarte sin dominarte, el galán institucional de la 4T. No es el patriarca horroroso o feo: es el patriarca amable a la vista y cool. Y eso, paradójicamente, lo hace más peligroso.

Mientras tanto, las mujeres —las de los discursos y las de las selfies— siguen atrapadas entre dos polos: querer igualdad, pero seguir reaccionando ante el poder masculino como si la historia no hubiera cambiado. Y los hombres del sistema lo saben: basta un gesto, una orden amable, un “pásate para allá” para que el tablero vuelva a su orden natural.

Ahí está la contradicción más incómoda de la paridad: la igualdad en el número no garantiza la emancipación en el fondo. Podemos tener 50% de mujeres en el Congreso, pero si ese 50% sigue recibiendo órdenes, si sigue cediendo espacios, si no sabe decir no, si sigue fascinada con los hombres que imponen, entonces no hay revolución de género: sólo una nueva administración del viejo poder.

Ese día en la JUCOPO no solo compareció García Harfuch. Comparecieron también nuestras contradicciones más íntimas: las del cuerpo, las del deseo, las del mando. La biología quizá no sea destino, pero sigue filtrándose entre las grietas de la política, recordándonos que el patriarcado no siempre grita: a veces solo ordena el escenario.