Hay un tipo de violencia del que casi nadie habla, quizá porque incomoda, porque rompe el discurso cómodo y políticamente correcto, la violencia que muchas mujeres ejercen contra otras mujeres.

Esta violencia quedó evidenciada recientemente en una sesión del Congreso de la Ciudad de México, donde diputadas locales de distintos partidos se agredieron verbal y físicamente. Lo ocurrido no fue un hecho menor ni anecdótico, fue un espejo incómodo de una realidad que preferimos ignorar. Porque cuando la violencia no viene del “otro”, sino de quienes dicen luchar contra ella, el silencio parece más fácil que la autocrítica.

Hablar de esto no minimiza la violencia estructural que históricamente han vivido las mujeres. Al contrario, la hace más compleja y más urgente de erradicar. Como política, puedo decirlo con claridad: la violencia física que he vivido, y que incluso alcanzó a mi familia, provino principalmente de mujeres. No es una experiencia aislada ni excepcional, pero sí una que rara vez se nombra.

Entonces surgen las preguntas inevitables: ¿Dónde está el feminismo? ¿Dónde quedó la sororidad de la que tanto se habla en discursos, foros y redes sociales? ¿Con qué cara se exige la erradicación de la violencia contra niñas y mujeres de todas las edades, si entre algunas mujeres se normaliza el insulto, la agresión y el linchamiento?

¿De qué sirve sumarse mes con mes al día naranja, vestir de ese color, repetir consignas, si en la práctica se reproduce exactamente aquello que se dice combatir? El doble discurso no solo lastima a nuestro género, hiere a las nuevas generaciones y daña profundamente a la sociedad en general. Porque los valores se ejercen.

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La violencia no se justifica por la causa, el cargo o la ideología. Cuando una mujer agrede a otra, también perpetúa el sistema que dice querer derribar. Reconocerlo no nos debilita, nos obliga a ser coherentes.

Si de verdad queremos un cambio, empecemos por mirarnos de frente y dejar los dobles discursos. Se tienen que dejar atrás las excusas, las máscaras y los silencios cómodos. Porque la violencia, venga de donde venga, sigue siendo violencia. Y callarla también es una forma de ejercerla.

¡Ni una más!