Diversos líderes y pensadores han sostenido y practicado que la ética es más poderosa que la influencia, el poder, las armas o las normas para sostener y conducir a gobiernos y pueblos

Todos los principios juaristas transpiran moralidad; Chiang Kai Shek proclamó que la moral es más poderosa que las armas; Ronald Dworkin revolucionó la cultura jurídica cuando mostró que detrás de cada regla jurídica subyacen principios morales; Luigi Ferrajoli dirá que al interior del Derecho moderno ha migrado la moral pública laica en forma de principios; o bien, sostenemos que en los sistemas normativos indígenas mexicanos la legalidad de las normas descansa en la moralidad de la comunidad.

Dado que la moralidad es un constructo de la conciencia histórica, social y política los principios morales con los que estructuramos las normas jurídicas no son sino garantías éticas con las que construimos el orden jurídico-social.

Así, cuando un régimen político y jurídico se agota y pierde legitimidad es porque el fondo valoral que lo sustentaba se diluyó.

Eso le ocurrió a los regímenes virreinal borbónico; centralista-dictatorial de Santa Anna, al porfiriato, y después al priato clásico autoritario y posclásico de la transición democrática moderada.

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Ahora bien, la Cuarta Transformación en tanto proyecto político presume un acervo profundamente ético. Por ello, debe afianzarse y cumplir con las garantías jurídicas que la guían en tanto proceso de cambio amplio, profundo y radical, pues nos involucra a todas y todos de manera directa o indirecta.

Si el consenso pragmático mayoritario es en favor de principios tales como no robar, mentir o traicionar, primero los pobres o la austeridad republicana, quienes los transgreden en realidad o en apariencia violan las garantía éticas en que pretende fundarse la nueva república en construcción.

Dado que el país viene de un proceso con fuertes tendencias decadentes, que se reflejan en la anomia que prevalece en diferentes sectores y contextos de la vida social, la construcción, reconstrucción y observancia rígida de las garantías éticas compartidas es la única forma de salvarnos de nuestra extrema debilidad y postrer recaída en un abismo insondable.

Es así que cuando regímenes políticos longevos y hegemónicos se derrumban, sus repuestos demoran más su crecimiento y maduración.

Si se estima que está probado que todo nuevo paradigma cargará con fragmentos de aquel al cual sustituye, resulta determinante que los fundamentos del nuevo régimen no nazcan y crezcan contaminados.

Para que México sea más fuerte, democrático, próspero y justo en esta primera mitad del siglo XXI requerimos que la convicción pragmática que abreva de la moral pública laica compartida por la mayoría mantenga y enriquezca su poder moral.

Para ello, hay que perfeccionar las correspondientes garantías éticas por dentro y por fuera del sistema jurídico y, en particular, las nuevas formas de la justicia constitucional. Desde el amparo hasta la justicia electoral, por un lado, y desde la fiscalidad y el T-MEC hasta los derechos y las políticas sociales, por el otro. Desde el servicio público cotidiano hasta la rendición de cuentas efectiva y desde la información hasta el diálogo y la comunicación inclusiva y sincera.

Una república constitucional, democrática, liberal, social e intercultural se refunda con mayor solidez si instaura y respeta sus propias garantías éticas.