Insisto, incluso a varios buenos amigos no convencidos: pretender un supuesto cielo ideal democrático electoral en sí mismo es irreal o discursivo y su mejor versión tampoco es sostenible sin condiciones mínimas de igualdad y justicia social.
Así se observa en la historia documentada desde la Grecia antigua, la Mesoamérica moderna o posmoderna.
En efecto. Y es menos sostenible aun en países no centrales sino dependientes, como México, y todavía menos en situaciones de “estado de excepción invertido”, conforme al cual estimo que los poderes formales e ilícitos y salvajes disputan el modo de dominación y de producción a Estados y naciones.
De allí nuestras tensiones y contradicciones, ya sea en el pasado independentista, reformista o revolucionario, o bien, en el tiempo más reciente de la transición democrática y la transformación en curso.
Desde luego, no por ello es inválido continuar luchando en contra de los enormes molinos de viento que nos azotan la mente y el corazón. Al contrario. Aunque tampoco es recomendable caer en la ceguera epistémica o más bien ideológica que nos provocan los espejismos importados.
Visto el fenómeno sin ese tipo de gafas, de aquella premisa se desprenden varias implicaciones.
Una de las más visibles radica en que toda la historia política relevante teorizada por pensadores reconocidos aconseja que ante la máxima debilidad del ente social y político gubernamental hay que inyectar “concentrado de autoridad eficaz”, lo cual por supuesto puede provocar otros riesgos y enfermedades.
Así lo hicieron Benito Juárez entre 1867 y 1872, y Porfirio Diaz de 1877 a 1911, más de cincuenta años, hasta que los abusos y el mal cálculo de este último provocó la revolución de 1910-1917.
Algo similar ocurrió durante la secuencia PNR-PRM-PRI hasta que el advertido y luego consumado riesgo lopezportillista del endeudamiento excesivo, la petrolización de la economía y otros factores internos y externos cerraron aquel largo ciclo transcurrido de 1929-1945 a 1982.
Tengamos presente que dicho pasaje obligó a instrumentar el hipoestatismo no interventor neoliberal entre 1982 y 2018, hasta que a partir de este último año se ha forzado el regreso del péndulo para fortalecer el sector y el interés público con el respaldo del resorte popular e intercultural de una sociedad crecida, compleja y alterada.
A la fórmula de la concentración de autoridad política inyectada al país en cada ciclo de sus achaques se le ha colgado la etiqueta de “la autocracia” o “la dictadura”, por lo general bajo la técnica mental de contrastar o comparar atributos ideales frente a los que han sido remodelados en atención al contexto real o por razones pragmáticas.
La más célebre estampilla fue la que el fallecido escritor Mario Vargas Llosa pegó al régimen priista clásico: la dictadura perfecta.
No obstante, cuánta imperfección habrá habido en todas las formas de Estado o de gobierno en la premodernidad y la modernidad o persisten en el momento posmoderno, este, el de la revolución digital, anómica y criminal que nos sorprende a diario, que hasta la preclásica y muy clásica dosis de autoridad reconcentrada que se ha administrado entre 2018 y 2025 parece no poder vencer a los anticuerpos formados y reforzados en la dialéctica licitud/ilicitud del capitalismo salvaje, el cual se niega a permitir el florecimiento del jardín de la democracia constitucional.



