Una de las tesis centrales de mi libro Silos, celos y círculos íntimos es que México no podrá resolver sus grandes desafíos sin una renovación profunda de su cultura política. No hablo solo de instituciones, leyes o reformas administrativas. Hablo de algo más elemental: la relación que tenemos con la democracia, con la participación pública, con la idea misma de lo colectivo. Y entre todos los actores que están redefiniendo esa relación, uno destaca con particular fuerza: los jóvenes.

El futuro de la democracia mexicana no puede entenderse sin las nuevas generaciones. No es una frase hecha, ni un homenaje fácil al potencial juvenil. Es una constatación empírica: la estructura demográfica, los patrones de participación, los hábitos tecnológicos y la percepción social del poder están cambiando rápidamente. Y esos cambios obligan a replantear cómo se gobierna, cómo se comunica y cómo se construye legitimidad en el siglo XXI.

La distancia emocional entre jóvenes y política

Una de las paradojas más inquietantes de nuestro tiempo es que los jóvenes son, simultáneamente, el grupo más informado y el más desencantado de la democracia. No se trata de apatía, sino de exigencia. Como señala Pippa Norris, en su análisis sobre el “déficit democrático”, las nuevas generaciones no rechazan la democracia; rechazan su versión degradada: lenta, opaca, capturada por intereses y sin mecanismos reales de escucha.

Los datos lo confirman. Desde el Latinobarómetro hasta el Pew Research Center, documentan un fenómeno creciente: los jóvenes creen en la democracia como valor, pero no creen en las instituciones que deberían representarla. La promesa democrática se siente incumplida. La distancia entre el discurso público y la realidad cotidiana —desigualdad, informalidad, precariedad laboral, inseguridad— erosiona la confianza.

De ahí la pregunta central: ¿Cómo se reconstruye una democracia cuando las generaciones que deberían renovarla ya no confían en ella? La respuesta no puede ser paternalista ni defensiva. La clase política suele repetir que los jóvenes “no entienden”, que “no participan”, que “no les interesa”.

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Pero cuando uno observa el activismo climático, el crecimiento del voluntariado digital, las comunidades tecnológicas, los movimientos feministas o las redes de participación cultural, queda claro que los jóvenes sí participan, solo que participan en otros espacios, con otras reglas y con otras expectativas. Lo que no aceptan —y con razón— es la política tradicional: jerárquica, lenta, simbólicamente distante, encerrada en sus propios rituales y desentendida de los problemas reales.

La democracia en tensión: polarización, desinformación y el colapso de la conversación pública

Mi libro insiste en un punto que hoy atraviesa todas las democracias del mundo: la erosión del debate público. La política dejó de ser un intercambio racional de argumentos, y se convirtió en un choque permanente de identidades, agravado por tres fuerzas corrosivas:

1) La polarización, que convierte al adversario en enemigo.

2) La desinformación, que fragmenta la verdad en miles de relatos incompatibles.

3) Las plataformas digitales, que premian la rabia, la velocidad y la simplificación.

La RAND Corporation lo llamó “Truth Decay”: la decadencia de la verdad como valor social. No es solo un fenómeno estadounidense; es global. En México lo vemos cada día: burbujas informativas, teorías conspirativas, campañas de odio, influencers que sustituyen a expertos y emociones que sustituyen a los hechos.

Los jóvenes han crecido dentro de ese flujo caótico, y han aprendido a desconfiar instintivamente de cualquier voz institucional. Para muchos de ellos, la democracia no es un sistema de representación, sino un campo de batalla narrativa donde gana quien grita más fuerte. ¿Cómo construir ciudadanía en este entorno?

La tecnología: aliada, amenaza y territorio de disputa

La tecnología es indispensable para entender el futuro democrático. Los jóvenes se mueven con naturalidad en entornos digitales hiperconectados, donde la información está disponible a una velocidad inédita. Pero esa misma tecnología crea dilemas profundos:

  • La atención es más frágil.
  • Las discusiones son más cortas y más emocionales.
  • Los algoritmos amplifican sesgos y extremismos.
  • La cultura del “scroll” dificulta el pensamiento crítico.
  • La privacidad se erosiona.

Y ahora llega la inteligencia artificial, que no solo transforma industrias, sino que redefine cómo se forma opinión pública. La IA puede informar, pero también puede manipular; puede empoderar a los ciudadanos, pero también puede vigilarlos; puede amplificar voces, pero también puede crear ejércitos de falsificaciones perfectas.

Lo advertía Yuval Noah Harari: “La tecnología amplifica las fuerzas humanas, no necesariamente la sabiduría humana”. Los jóvenes están en el centro de esa tensión. Son quienes mejor dominan la tecnología, pero también son quienes más riesgos enfrentan frente a la manipulación digital. El desafío democrático será enorme: ¿cómo garantizar que la tecnología fortalezca y no degrade la ciudadanía?.

Los jóvenes como fuerza creadora, no solo como audiencia

Mi libro plantea un cambio fundamental: dejar de ver a los jóvenes como receptores pasivos que deben ser “convencidos”, y asumirlos como actores políticos creativos. Los jóvenes no solo consumen información; la producen, la transforman, la reinterpretan. Construyen identidad política a través de redes, lenguajes propios, códigos digitales, espacios de creatividad colectiva.

En muchos países, los avances democráticos recientes han sido impulsados por jóvenes. Los jóvenes no solo quieren votar: quieren incidir. ¿Qué significa renovar la democracia desde las nuevas generaciones?

  1. Transparencia radical: Los jóvenes no toleran la opacidad. Exigen datos abiertos, información en tiempo real, cuentas claras y procesos visibles. Lo que no se puede mostrar, no se puede justificar.
  2. Participación continua, no episódica: Para los jóvenes, votar cada tres o seis años es insuficiente. Buscan mecanismos de participación digital, consultas abiertas, espacios deliberativos y plataformas colaborativas.
  3. Lenguaje claro y directo: El lenguaje político tradicional —solemne, abstracto, lleno de tecnicismos— ya no funciona. Los jóvenes buscan claridad, honestidad, autenticidad.
  4. Políticas públicas basadas en evidencia: El “así siempre se ha hecho” no es argumento. Los jóvenes exigen rigor técnico, datos verificables y políticas evaluables.
  5. Inclusión como principio rector: Los jóvenes no quieren democracias que excluyan por clase, origen, género o condición. Quieren espacios donde todas las voces cuenten.
  6. Innovación institucional: La democracia debe actualizarse. No puede seguir operando con herramientas del siglo XX para los desafíos del siglo XXI.

Lo que está en juego: el sentido de futuro

Cada generación tiene un punto de quiebre: un momento en que la relación con el país se redefine: crisis climática, desigualdad, estancamiento salarial, violencia, estrés económico, incertidumbre laboral y deterioro institucional.

Pero también enfrenta una oportunidad histórica: el nearshoring, la IA, las industrias creativas, la economía digital, las nuevas energías y el peso creciente del talento mexicano en el mundo.

Para que esa oportunidad sea real, la democracia debe reformarse. No habrá desarrollo sin esperanza, ni esperanza sin instituciones confiables.

  1. La desconfianza es el mayor obstáculo para la democracia joven: Se combate con autenticidad, no con propaganda.
  2. Los jóvenes participarán si sienten que su participación cambia algo: No en simulaciones, sino en decisiones reales.
  3. La tecnología no sustituye la política; la obliga a reinventarse.
  4. Las democracias sólidas son las que escuchan a sus nuevas generaciones, no las que las regañan.
  5. La educación cívica debe adaptarse a la era digital: Pensamiento crítico, alfabetización mediática, ética tecnológica.

Un nuevo pacto con los jóvenes

Para reconstruir la relación entre jóvenes y democracia se requiere:

  1. Crear instituciones juveniles con poder real: No consejos simbólicos. Instancias donde la voz juvenil incida en las políticas públicas.
  2. Implementar presupuestos participativos digitales: Los jóvenes deben decidir directamente sobre una parte del gasto público.
  3. Reformar la educación cívica: Menos memorización; más deliberación, debate, alfabetización informacional e inteligencia artificial.
  4. Regular las plataformas con criterios democráticos: Transparencia algorítmica, combate a la desinformación y protección de datos.
  5. Profesionalizar la comunicación pública: Mensajes claros, honestos, sin cinismo, sin manipulación, sin propaganda.
  6. Crear laboratorios de innovación democrática: Espacios donde jóvenes, gobierno, academia y empresas diseñen políticas nuevas.
  7. Invertir en proyectos comunitarios liderados por jóvenes: El talento emerge cuando se le da responsabilidad.
  8. Apostar por políticas intergeneracionales: El futuro no le pertenece solo a un grupo: es un proyecto compartido.

Sin jóvenes no hay democracia posible

La democracia mexicana no está destinada al fracaso; está destinada a transformarse.Y esa transformación llevará la firma de los jóvenes. Ellos no quieren un país que les hable del pasado; quieren uno que los invite a construir el futuro. No quieren rituales políticos; quieren soluciones. No quieren ser espectadores; quieren ser protagonistas.

En Silos, celos y círculos íntimos escribí que la confianza pública es el recurso político más escaso del país. Hoy agrego: la confianza solo se reconstruirá si escuchamos, incorporamos y empoderamos a quienes están dispuestos a cambiarlo todo.

La democracia mexicana no se salvará desde las élites. Se salvará desde las nuevas generaciones, si somos capaces de abrir espacio, de ceder control y de entender que el verdadero liderazgo no consiste en dominar, sino en acompañar.

Puedes encontrar mi libro Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú, en: https://a.co/d/4rZhWnI