He acompañado un par de posadas y la cena de Nochebuena con una sensación incómoda que va más allá de la resaca emocional propia de las reuniones familiares: la certeza de que, en buena parte de lo que consumimos como “tradicional”, hay algo profundamente artificial. Algo que no vemos, pero que atraviesa casi todo lo que comemos. Un químico cancerígeno que se ha normalizado hasta volverse invisible.
Fue Yuriria Iturriaga, antropóloga y columnista en La Jornada, quien me advirtió —a mí y a sus lectores— sobre el lugar que ocupa el glutamato monosódico en nuestra dieta cotidiana. No como una sustancia aislada, sino como símbolo de una industria que ha aprendido a diseñar el sabor, eliminando la capacidad del paladar humano de percibir y disfrutar los sabores básicos de manera sutil y progresiva. El glutamato lejos de alimentar, intensifica, engaña, acostumbra. Su función no es nutrir, sino fidelizar al consumidor mediante una experiencia gustativa permanente.
Desde hace años, distintos estudios y debates han vinculado el consumo continuo de este tipo de aditivos con trastornos gastrointestinales, alteraciones metabólicas y una relación problemática con la comida. Una amiga de la querida Yuriria Iturriaga padeció cáncer colorrectal vinculado con hábitos de consumo de este químico. No se trata de una causalidad simple ni de un veneno instantáneo, sino de algo más inquietante: la erosión lenta del cuerpo, del gusto y del vínculo con lo que comemos. El problema central es un modelo de producción que anestesia las papilas gustativas y convierte lo artificial en estándar. Me volvió loca intentar investigar consecuencias de papitas fuego con todos sus químicos para descubrir que pueden provocar, inclusive, trastornos conductuales por la relación del circuito intestino-cerebro.
El glutamato suele convivir con otros aditivos polémicos: colorantes como el amarillo 40, el rojo 40 o el rojo 5, cuestionados en diversos países y sometidos a regulaciones más estrictas en varias regiones del mundo. Mientras en algunos contextos su uso se limita o se advierte claramente al consumidor, en otros —como el nuestro— se diluyen entre etiquetas ilegibles y campañas publicitarias que apelan a la tradición y a la familia.
Conviene detenerse un momento en aquello que solemos nombrar sin comprender. El glutamato monosódico, omnipresente y discreto, no es un ingrediente exótico ni una rareza química: es un aditivo diseñado para potenciar el sabor. En términos técnicos, se trata de la sal sódica del ácido glutámico, un aminoácido que existe de manera natural en alimentos como el tomate, los hongos o los quesos curados, y también en el propio cuerpo humano. La diferencia —crucial— no está en su existencia, sino en su concentración y en su uso industrial, así como en su creación sintética.
Su función principal es intensificar el llamado sabor umami, ese registro “sabroso” o “cárnico” que no añade un gusto nuevo, sino que prolonga y refuerza los ya presentes. Gracias a él, productos con pocos ingredientes de calidad logran parecer más intensos, más satisfactorios, más deseables. De ahí su presencia sistemática en alimentos ultraprocesados, sopas instantáneas, caldos concentrados, botanas saborizadas, salsas, aderezos y prácticamente toda la oferta de comida rápida e industrial. En las etiquetas aparece bajo nombres aparentemente inocuos —E-621, monosodium glutamate— que dicen poco al consumidor común.
La polémica no reside en negar que el glutamato exista de forma natural, sino en cuestionar el glutamato añadido, concentrado y estratégicamente utilizado para modificar la percepción del sabor y fomentar el consumo repetido. Desde hace décadas se discuten sus posibles efectos adversos: cáncer, úlceras, dolores de cabeza, malestar gastrointestinal, sensación de calor, náuseas o fatiga en personas sensibles. El llamado “síndrome del restaurante chino”, hoy justamente cuestionado por su sesgo cultural, abrió una discusión que sigue sin resolverse del todo. No hay consenso científico absoluto que lo clasifique como tóxico en dosis reguladas, pero sí una preocupación creciente por su uso masivo y cotidiano en dietas dominadas por ultraprocesados, sobre todo cuando se trata de la alimentación infantil. No sabemos la dosis regulada, pero se sabe que hay personas consumiendo estos químicos diariamente.
Algo similar ocurre con los colorantes artificiales. El amarillo 40 y el rojo 40, ambos de origen sintético y derivados del petróleo, no cumplen ninguna función nutricional. Su razón de ser es puramente estética y comercial: volver los productos más llamativos, más brillantes, más atractivos, especialmente para niñas y niños. Refrescos, dulces, cereales, salsas, botanas, chamoyes y postres industriales dependen de estos pigmentos para construir una promesa visual que antecede al sabor. Conviene aclararlo: en México no existe formalmente un “Rojo 5” como categoría regulatoria; la confusión suele darse entre el Rojo 40 y el Rojo 3, este último sí prohibido o severamente restringido en varios países por su asociación con tumores tiroideos en estudios animales. Somos territorio de laboratorio químico. Es legal que nos ofrezcan todo tipo de sustancias encubiertas en paquetes atractivos.
La controversia en torno a estos colorantes no es marginal. Diversas investigaciones los han vinculado, con distintos niveles de evidencia, a reacciones alérgicas, alteraciones gastrointestinales y efectos conductuales en la infancia, como hiperactividad o problemas de atención. No es casual que la Unión Europea exija advertencias visibles en los productos que los contienen, mientras que en América Latina su uso sigue permitido sin mayor contextualización para el consumidor.
El problema, en el fondo, no es un químico aislado, sino el contexto que lo normaliza. En países como México, estos aditivos no están prohibidos, no obligan a advertencias claras y se concentran en productos dirigidos a los sectores más vulnerables. No producen una intoxicación inmediata, sino algo más difícil de percibir y, por ello, más eficaz: una exposición crónica, cotidiana y socialmente aceptada. Una dieta que no enferma de golpe, pero que desgasta lentamente el cuerpo, el gusto y la relación con la comida.
Ahí están, sin demasiados rodeos, en productos omnipresentes de las fiestas típicas de la época como caldos industrializados, botanas picantes, papas saborizadas, aderezos, frutas en almíbar para la ensalada “navideña”, elotes preparados y un sinfín de alternativas ultraprocesadas que prometen ahorrar tiempo. No son excepciones: son la norma de una cocina acelerada.
Lo verdaderamente escandaloso es que esta carga química se multiplica en los productos dirigidos a niñas y niños. Dulces, paletas, chicles, chamoy, salsas, frituras: un arcoíris artificial diseñado para atraer, estimular y crear hábitos de consumo desde edades tempranas. El gusto se educa, pero también se coloniza.
Porque la comida, conviene recordarlo, es territorio político. El despojo de una alimentación saludable no puede separarse de la precarización de la vida cotidiana ni de la explotación histórica de los cuidados. La incorporación masiva de las mujeres al trabajo formal e informal —impulsada no por emancipación plena, sino por necesidad económica— dejó un vacío que la industria alimentaria llenó con la falsa promesa de lo rápido, lo instantáneo y lo “sabroso”.
Así como la vida cotidiana sigue siendo sostenida mayoritariamente por mujeres, también lo son las posadas y las navidades. Son ellas quienes contienen emocionalmente, median entre padres antagónicos e hijos rebeldes, reconcilian a familiares incómodos, adornan la casa, colocan árboles y nacimientos, y al mismo tiempo hacen malabares para cocinar, planear gastos, cenas, regalos, aguinaldos y convivencias colectivas.
El glutamato monosódico no es, entonces, solo un aditivo. Es el síntoma de una época que cambió tiempo por conveniencia, cuidado por rapidez y alimento por simulacro. Quizá el verdadero fantasma que recorre nuestras fiestas no sea un químico en particular, sino la normalización de una dieta que ya no se cocina, se ensambla; que ya no se comparte, se consume; y que, poco a poco, nos va quitando algo más que la salud: la memoria del sabor real.


