La campaña de desprestigio contra María Elena Álvarez‑Buylla Roces, quien dirigió el ahora extinto Conahcyt, se alejó mucho de una mera pugna política o académica. En realidad fue una ofensiva de descrédito planificada, alimentada con datos tergiversados, verdades a medias y mentiras rotundas que venturosamente se han ido desplazando por la verdad de los hechos.
Primero. Lo más ruin, sin embargo, fue que el asalto no se quedó en ella: el veneno se extendió también a su madre, Elena Roces Dorronsoro, una mujer que personifica la inteligencia, la constancia y la pasión por la ciencia en México. Elena Roces jamás recurrió a influencias, a su apellido ni a favores institucionales; su propio nombre basta para imponerse. Su nombre lleva peso por sí mismo. Su trayectoria es incuestionable: más de ochenta artículos científicos indexados, tres libros, cinco capítulos especializados, seis memorias extensas y la dirección de unas cuarenta tesis de licenciatura, maestría y doctorado. Cada uno de esos logros refleja décadas de labor silenciosa, investigación rigurosa y un profundo amor por la biología y por la patria. A lo largo de su trayectoria ha formado a decenas de generaciones de científicos que hoy ocupan puestos en universidades y centros de investigación de gran prestigio. Gran parte de ellos la describen como una mentora exigente, generosa y de ética profunda.
Segundo. No le falta ningún mérito ni lleva la más mínima mancha que la empañe. La idea de que una mujer con tan sólidas credenciales haya tenido que recurrir a su hija para conseguir un proyecto de investigación no solo es un disparate, sino una afrenta al mérito, a la ciencia y a la verdad. A sus noventa y dos años, la maestra Elena Roces se halla ya jubilada. Podría saborear un retiro apacible, la serenidad que le corresponde tras una vida entregada a la docencia y a la investigación. Sin embargo, en vez de recibir el reconocimiento y la gratitud que le son debidos, ha sido arrastrada por la mezquindad de quienes se sintieron desplazados por las profundas reformas impulsadas por su hija. Detrás de la injuria no hay una preocupación ética ni un supuesto interés público; lo único que persiste es el rencor, la pérdida de privilegios y el miedo al cambio.
Tercero. Atacar a una científica de más de noventa años, cuya hoja de vida es intachable, pone de manifiesto la pobreza moral de ciertos sectores que se autoproclaman defensores de la libertad académica. En realidad, lo que defienden son vestigios de clientelismo, de favoritismo y del uso privado de recursos públicos.
El golpe contra Elena Roces no solo resulta injusto; también se revela, a nivel simbólico, como una señal inequívoca. Es el espejo de una cultura que castiga la integridad y celebra la intriga. Hoy, los que la conocen la evocan no solo como investigadora, sino como una auténtica maestra en el sentido más pleno del vocablo: una persona que enseña con su propio ejemplo y que suscita un profundo respeto por la evidencia, la ética y el trabajo bien hecho. Esa herencia pertenece a Elena Roces Dorronsoro y, a su vez, es la raíz de la integridad de su hija, María Elena Álvarez‑Buylla Roces.
Atacar a una mujer de la ciencia solo porque es madre de otra investigadora no solo hiere a una familia: desvirtúa el debate público, empaña la academia y destapa las tácticas de quienes no aceptan el cambio. Sin embargo, al margen del ruido de la desinformación, persiste algo más sólido: la verdad de una vida consagrada al saber.
@evillanuevamx



