En tiempos de polarización y desconfianza, el verdadero liderazgo no se demuestra en la victoria ni en el discurso, sino en la manera en que se ejerce el poder cuando todo tiembla. Un país necesita líderes que entiendan que la integridad no es un adorno moral, sino la condición indispensable para gobernar.

Hay momentos en los que gobernar parece sencillo: los vientos soplan a favor, los indicadores acompañan, los aliados aplauden. Pero la verdadera política se mide en los días en que el suelo se abre bajo los pies. Las crisis —sanitarias, económicas, institucionales o morales— son los exámenes que definen el carácter de los líderes y el destino de las naciones. No es la crisis la que marca el futuro, sino la respuesta que se da ante ella.

A veces confundimos la fuerza con el ruido, la decisión con la imposición, la popularidad con el liderazgo. Nos hemos acostumbrado a que el poder se mida por la capacidad de dominar, no de servir; de vencer, no de convencer. Pero la historia enseña una lección implacable: el poder revela quiénes somos. No transforma: desnuda.

El liderazgo auténtico no se demuestra en la calma, sino en la tormenta. Cuando se pierde la ruta, cuando las instituciones tiemblan, cuando los ciudadanos desconfían, lo único que sostiene al líder es su integridad.

Integridad: el límite que da sentido al poder

He aprendido —en el servicio público y en la empresa— que el poder no es un premio, sino un préstamo. Y todo préstamo exige rendición de cuentas. El deterioro ético de los gobiernos suele comenzar cuando los líderes olvidan esta premisa. Primero llega la arrogancia: la creencia de que el triunfo concede impunidad. Luego, la búsqueda indisciplinada de “más”: más control, más aplausos, más lealtades ciegas. Después, la negación de errores. Y finalmente, el autoengaño.

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Jim Collins lo explicó como la “hubris nacida del éxito”: el exceso de confianza que precede a la caída. Bertrand de Jouvenel lo había advertido antes: el poder tiende naturalmente a expandirse, y solo la integridad —respaldada por instituciones sólidas— puede contenerlo.

Por eso, no bastan los discursos sobre honestidad. Hace falta diseño institucional: contrapesos, transparencia, evaluación. La integridad no se declama: se estructura. No es un rasgo individual, sino un principio que debe incorporarse en la arquitectura del Estado. Sin esa estructura, la moral se vuelve retórica y la política, simulación.

El poder como servicio, no como espectáculo

El liderazgo ético parte de una premisa sencilla: gobernar es servir, no mandar. Pero en nuestra cultura política, el poder todavía se concibe como posesión personal. La pregunta dominante suele ser “¿qué puedo hacer con el poder?”, en lugar de “¿qué debo hacer con él?”. Esa diferencia marca la frontera entre la ambición legítima y la soberbia destructiva.

Cada decisión pública tiene un costo humano: afecta vidas, familias, oportunidades. Por eso el ejercicio del poder requiere humildad intelectual y contención moral. La rendición de cuentas no debilita: fortalece. La transparencia no obstaculiza: legitima. El liderazgo ético no se mide por la ausencia de errores, sino por la capacidad de reconocerlos a tiempo.

En algunos países, el perdón y la autocrítica siguen siendo vistos como signos de debilidad. Pero Daniel Pink lo plantea con claridad: el arrepentimiento, bien entendido, es una brújula moral. Humaniza al líder, reconstruye confianza y corrige el rumbo. Un gobierno que sabe decir “nos equivocamos” recupera autoridad moral; uno que niega sus fallas, pierde la realidad.

En algunos países, los nuevos gobiernos suelen presentarse como refundaciones. Lo anterior se demoniza; el pasado se borra; la historia comienza “ahora sí”. Ese impulso épico genera entusiasmo, pero también parálisis. Andrew Blum ha señalado que una transición ética no destruye lo anterior: lo reconoce, lo corrige, lo mejora.

Un país exitoso no necesita refundaciones cada seis años. Necesita continuidad con aprendizaje. El cambio responsable no arrasa: construye sobre lo rescatable. Gobernar no es demoler, sino reparar. Las instituciones se fortalecen cuando el nuevo liderazgo reconoce el esfuerzo de quienes lo precedieron, aun con errores. El perdón político, bien entendido, no exonera: madura.

El verdadero cambio no es discursivo, sino institucional. Las políticas públicas deben resistir al gobernante de turno; las reglas, al capricho; las decisiones, a la popularidad momentánea. El legado no es un monumento: es una institución que funciona sin tu firma.

Liderar en la tormenta

Si la integridad es la columna vertebral del poder, la crisis es su campo de prueba. Los países enfrentan crisis que definen generaciones: terremotos, devaluaciones, pandemias, emergencias de seguridad. En cada una aparece un patrón: la confianza ciudadana se quiebra cuando predomina la improvisación, la mentira o la arrogancia; y se reconstruye cuando hay claridad, empatía y método.

La resiliencia —esa palabra que hemos vaciado de contenido— no significa aguantar: significa transformarse. Nathan Furr y Susannah Harmon lo explican así: la incertidumbre puede ser una fuente de innovación si se la enfrenta con apertura, aprendizaje y propósito.

En tiempos inciertos, la confianza pública es el activo más frágil. Se gana con verdad, coherencia y presencia emocional. Se pierde con manipulación y silencio. El liderazgo responsable no promete certezas imposibles; ofrece esperanza activa, esa que Dov Seidman define como “la confianza que surge de la acción responsable”.

El liderazgo en crisis no se improvisa. Se prepara con instituciones. Por eso es importante asumir una nueva mentalidad: construir un Estado estratégico, capaz de anticipar, planear y ejecutar con método. No se trata de tener un plan para cada imprevisto, sino de tener capacidades para adaptarse sin perder el rumbo.

Peter Drucker lo resumió mejor que nadie: “La estrategia solo vale lo que vale su ejecución”. Las mejores intenciones se desmoronan si no hay equipos competentes, datos confiables y procedimientos claros.

En una época dominada por la velocidad y la estridencia, es necesario reivindicar la pausa. Emerson decía que “las pausas entre las frases de un sabio son tan notables como su discurso”. Gobernar también exige saber callar para escuchar, detenerse para pensar, esperar para decidir.

La pausa no es debilidad; es inteligencia. Quien se toma el tiempo de escuchar evita errores irreparables. Quien se precipita, multiplica el daño. En las redes sociales gana quien grita más; en el gobierno, quien acierta más. La pausa protege el juicio, y el juicio protege la integridad.

Cinco capas de confianza

La confianza —ese intangible esencial— se construye en capas:

  1. Claridad y consistencia: decir qué se hace y por qué.
  2. Transparencia: explicar las decisiones y sus límites.
  3. Presencia emocional: acompañar, no pontificar.
  4. Escucha activa: corregir sin dramatismo.
  5. Coherencia: alinear palabra y acción.

Cuando estas capas se erosionan, la legitimidad se evapora. La comunicación eficaz, como recordaba Steven Fink, es tan importante como la decisión misma: no busca “likes”, busca comunidad.

La polarización ha convertido a la moderación en un acto de valentía. En un entorno binario, escuchar al otro es sospechoso. Sin embargo, la democracia solo sobrevivirá si reconstruye su centro ético y democrático: el espacio del acuerdo, la mesura y el respeto al adversario.

El centro no es tibieza; es oficio. Implica defender reglas cuando a otros conviene romperlas, reconocer virtudes del rival cuando todos exigen insultarlo, y mantener la puerta abierta al diálogo cuando otros piden castigo. Reconciliar no es gesto romántico: es una política pública.

El liderazgo íntegro no incendia: ilumina. No divide: equilibra. No promete unanimidad: construye confianza.

Tres anclas cuando todo se mueve

Cuando el huracán arrecia, el liderazgo necesita tres anclas:

  1. Propósito: recordar para qué se gobierna.
  2. Perspectiva: mirar más allá del corto plazo.
  3. Calma activa: actuar sin estridencia, decidir sin soberbia.

Winston Churchill decía que “a cada persona le llega su mejor hora”. Para México, esa hora puede ser ahora, en medio del ruido, de la fatiga democrática, de la desconfianza. El propósito devuelve sentido, la perspectiva evita la improvisación y la calma activa restaura la confianza.

Muchos jóvenes mexicanos miran la política con hastío. Y con razón. Han visto corrupción, cinismo, impunidad. Pero el desencanto no puede ser la coartada de la indiferencia. La salida no es el desprecio: es la profesionalización. Antes del cargo, brújula moral. Antes del discurso, evidencia. Antes del aplauso, método.

El poder desnuda; por eso hay que llegar preparado. Formarse, estudiar historia, entender economía, dominar tecnología, cultivar empatía. Y sobre todo, mantener la promesa doble que define el liderazgo ético: no mentir y no humillar. La primera sostiene la confianza; la segunda, la convivencia.

Muchos países necesitan una generación de servidores públicos que midan su éxito no por el tamaño del presupuesto, sino por la profundidad del impacto. Que entiendan que la popularidad es efímera, pero la decencia perdura.

El poder que se contiene

En la historia de México, los momentos de mayor avance institucional han surgido cuando alguien supo contenerse. Benito Juárez al limitar su mandato; Plutarco Elías Calles al institucionalizar el poder; los arquitectos de la transición democrática al pactar reglas.

Hoy, contenerse vuelve a ser revolucionario. Respetar la ley, aceptar los límites, rendir cuentas, escuchar al otro, construir sin destruir: esas son las formas más modernas del éxito político.

La ética no es obstáculo para gobernar; es su condición. Sin ética, la política se degrada en espectáculo. Con ética, se eleva a su propósito original: el arte serio de cuidar lo que somos.

He visto gobiernos colapsar por soberbia y resurgir por coherencia. He visto ciudadanos volver a creer porque alguien tuvo el valor de decir la verdad, abrir los datos, corregir el rumbo y compartir el mérito.

El poder solo vale si sabemos ponerle límites. Esos límites no están en los códigos ni en las urnas, sino en la conciencia de quien decide.

La integridad no es una bandera para presumir; es un trabajo diario, silencioso y valiente. Pero cuando se ejerce, cuando se rinde cuentas y se respeta el límite, ocurre algo poderoso: la gente vuelve a creer. Y cuando la gente cree, la política vuelve a tener sentido.