Uno de los temas controversiales puestos sobre la mesa por Hugo Aguilar ha sido el uso obligatorio de la toga en las sesiones de la Suprema Corte. Como si efectivamente se tratase de un asunto mayor, el futuro ministro lo ha abordado en distintos foros y entrevistas.
En respuesta algunos analistas han contestado el argumento con la idea de que a diferencia de lo que esgrime Aguilar, la toga no representa un símbolo de clasismo, sino que, por el contrario, es un signo de paridad e imparcialidad entre los miembros del máximo tribunal.
En todo caso se trata de un distractor efectivo, y sí, a mi juicio, de una estrategia dirigida a castigar aun más el discurso de la oposición, y desde luego, desviar a la opinión pública de la crisis en términos de democracia que vive el país.
El debate sobre el uso de la toga conviene a la presidenta Sheinbaum y al régimen gobernante. Por un lado, se evita discutir la ilegitimidad de la elección judicial y las trapacerías cometidas por los responsables de los acordeones, y a la vez, allana el terreno para que los defensores de la toga sean tildados de racistas al rechazar los atavíos mixtecas propuestos por Aguilar.
Por el contrario, con miras a la apertura de la próxima sesión extraordinaria del Congreso, se estima que se presenten iniciativas de ley que sí que podrían tener efectos graves sobre la población mexicana, entre las que destacan la reforma a la Guardia Nacional y la ley de radiodifusión.
Se ha especulado, en este tenor, sobre la probable profundización de la militarización de la Guardia Nacional, así como la temida ley que significaría –si se concretasen los oscuros augurios de la oposición- la posibilidad jurídica de imponer el silencio a las voces críticas.
El debate sobre la toga no debe tener lugar, y la oposición no debe caer en la trampa discursiva. Si bien es una pena que se eche una tradición simbólica en el mundo de los juristas, la atención pública debe estar ahora más que nunca en otras materias.